Universidad Rovira i Virgili
Resumen. En un marco histórico sustentado en la competencia generalizada, definida esta como virtud y rasgo esencial del ser humano, nos planteamos si la pregunta central de nuestro tiempo es: ¿Nos hallamos ante un rechazo mundial de la democracia liberal y su sustitución por algún tipo de autoritarismo populista o de democracia iliberal? Pregunta plenamente legítima en un contexto geopolítico que, cada vez más, impone una representación de lo social y de la política en términos antagónicos, y se opone a los consensos por los que apostaba la democracia deliberativa.
Palabras clave: Populismo; democracia; fascismo; liberalismo; globalización.
LIBERAL DEMOCRACY VERSUS ILLIBERAL DEMOCRACY
Abstract. In a historical framework of generalized competition, in which competition is defined as a virtue, as an essential trait of the human condition, we ask ourselves if the central question of our time is: are we facing a worldwide rejection of liberal democracy and its substitution by some kind of populist authoritarianism, by some kind of illiberal democracy? This is a perfectly legitimate question in a geopolitical framework that increasingly imposes a representation of the social and political in antagonistic terms, which is opposed to the consensus that a deliberative democracy requires.
Keywords: Populism; democracy; fascism; liberalism; globalization.
La crisis financiera de 2008 y las políticas de austeridad fiscal a partir de 2010 —las cuales causaron la explosión de ira que estuvo detrás del movimiento de denuncia contra el carácter oligárquico de la democracia liberal, controlada por los mercados y los poderes financieros— ocasionaron, primero, la aparición de nuevas fuerzas y dirigentes políticos populistas de izquierda radical y, más tarde, de derecha radical. Esos cambios, que han acarreado la subordinación de las economías nacionales al poder de las grandes empresas y a los mercados financieros globales, se sustentaron, por un lado, en el anticomunismo dominante que sobrevivió a la Unión Soviética, por cuanto el comunismo de la Guerra Fría se constituyó en el tipo negativo ideal frente al cual se consideró que el único paradigma real y sostenible de organización humana universal (Brown, 2021) era el mercado capitalista, absolutamente idealizado por el thatcherismo, el reaganismo y el Consenso de Washington.
Este paradigma tiene en el populismo un buen «caldo de cultivo» para el cuestionamiento, por considerarlos enemigos del pueblo y de la nación, la inmigración como causa del aumento del desempleo y la desigualdad, y la protección de los derechos de las minorías (Cuenca y Navarro, 2023). Por otro, también un buen caldo de cultivo del populismo, una manera de gobernar verticalista, hermética, castrense, autofágica (Orriols, 2023), con partidos convertidos en organizaciones militarizadas, en la que la política se somete a los requerimientos de la economía de mercado y sobrevive como administración-gestión de la sociedad de mercado, es decir, como impolítica, como vida que nunca se da fuera de las relaciones de poder, de una guerra de bandas, de amigos contra enemigos. Bandas que, por otra parte, ya no reaccionan a las verdades, sino a las opiniones, y que se nutren de mentiras, de noticias falsas, de «hechos alternativos» que se propagan mediante las redes sociales. Desde la segunda década del siglo XXI, a consecuencia de campañas de desinformación y manipulación, estas bandas son adictas al autoengaño, en la medida en que no existe un poder externo a la vida (Exposito, 2006), a la heterogeneidad, a la pluralidad o al accionar de los individuos en función de sus intereses, sus beneficios o sus propios valores (Hayek, 2000). Todo ello, en este marco neoliberal, explica que la libertad consista «en darme a mí mismo órdenes a las que obedezco porque soy libre de actuar como quiera» (Berlin, 2000).
Ahora bien, la erosión de la política neoliberal, que ha tenido «al posmodernismo como ayudante cultural» (Jeffries, 2023, p. 397), ha favorecido las actitudes populistas, altamente impolíticas, que conciben el problema de la vida y la política como algo necesariamente intrínseco (Vallespín, 2021, 2023), pero intrínseco a la comunidad política. Esta concibe la libertad como el sometimiento a la voluntad de la nación, la cual se presenta como una entidad supraindividual destinada a unificar las conciencias particulares. Con ello, se vislumbra el advenimiento de un capitalismo autocrático, político y autoritario, definido también como nacional-liberal. Un capitalismo que hoy es el poder y al cual sus enemigos no han hecho sino fortalecer (Fernández Mallo, 2023).
El capitalismo adopta el régimen democrático representativo como el mejor método de resolución de las disputas oligárquicas: una forma de gobierno oligárquico por la vía de la competencia electoral (Schumpeter, 1983). Con este concepto de democracia schumpeteriana regresaron, como parte de la objetividad social, el conflicto amigo-enemigo —tanto en el interior como en el exterior de los Estados nación— de la Guerra Fría y el conflicto nosotros (el pueblo) contra ellos (las élites). Esto nos ha encaminado a un nearshoring, la relocalización de las cadenas de suministro desde lugares lejanos hasta geografías más cercanas, así como a un friendshoring, una evitación de las dependencias económicas o tecnológicas respecto a países inestables u hostiles, o cuyos valores «son incompatibles con los nuestros» (Innerarity, 2023).
Estos conflictos antagonistas acaecen en el marco de una democracia y de una sociedad cada vez más iliberales y al servicio de los intereses privados. La sociedad se apoya en una democracia electoral con escasos o nulos derechos civiles, sociales y políticos. La democracia elude o ignora los límites constitucionales de su poder, como también ignora los derechos de sus minorías políticas, sociales, étnicas y culturales. Esto, junto con los procesos desglobalizadores (procesos nacional-liberales, es decir, con economías más fragmentadas en bloques, menos integradas con el resto de las economías del mundo, y con sistemas de regulación cada vez más diferentes), ha supuesto el regreso de las guerras interimperialistas (con la amenaza bélica de la OTAN, Rusia y China, con su creciente poder militar y económico), así como de los movimientos reaccionarios contra la modernidad liberal progresista, que han adoptado diversas formas políticas, tanto de izquierda como de derecha.
Se trata del retorno de toda una liturgia neoliberal política y económica del poder en los Estados contemporáneos, todos ellos cómplices de la nueva tiranía del mercado, que, en vez de tratar a las personas como ciudadanas, las trata como consumidoras (Jeffries, 2023). Un retorno también por cuanto «en la izquierda, las protestas tomaron a menudo la forma organizativa de movimientos sociales en red, mientras que en la derecha emergieron nuevos partidos y otros se transformaron mediante el desarrollo de un vínculo plebiscitario entre los líderes y sus seguidores» (Della Porta, 2017, p. 134). Por otra parte, el rechazo u odio que tienen a la democracia liberal progresista los lleva a la actualización o recuperación nostálgica de los sistemas políticos en forma de imperio, sea cristiano o islámico (Cacciari, 2015).
El populismo de los nuevos partidos de derecha, con su «política general de la verdad», de decir «lo que es verdadero» (Jeffries, 2023), avanza, según señala Illouz (2017, p. 35), porque el mundo de las clases trabajadoras ha sido destruido. Una vez que se ha desmontado y rechazado este mundo, es posible recuperarlo mediante la promesa de restitución de viejos privilegios nacionales, «raciales, religiosos y étnicos». En este aspecto, la victoria de Trump fue todo un toque de atención, no únicamente una rebelión contra el sistema financiero mundial. Sus votantes no rechazaron el neoliberalismo y nada más; rechazaron el neoliberalismo progresista, que reemplaza «la concepción de la justicia social basada en la reducción de las desigualdades por una perspectiva orientada, sobre todo, a la igualdad de oportunidades y la lucha contra la exclusión» (Zamora, 2017, p. 84) de las minorías disidentes, en contra de los sistemas difusos de poder, de su poder absoluto, de las formas modernas de poder sobre la economía de la vida, asumiendo «que de acuerdo con la ideología de género, en el ser humano no existe una identidad sexual o de género estable». Un capitalismo neoliberal absoluto, flexible, progresista que se viste «de rosa como el diablo de Prada» (Llevadot, 2022, p. 90), que impone performances, como «la figura del individuo unisex, consumidor amorfo y posidentitario de mercancías-objeto y mercancías-goce, a la búsqueda exclusiva de su propio beneficio económico personal (business is business) y erótico (love is love)» (Fusaro, 2023, p. 28).
Puede que esto parezca un oxímoron, como advierte Fraser (2017, pp. 67-68). Sin embargo, se trata de un posicionamiento político real, por más que perverso, que encierra la clave para comprender los resultados electorales en los Estados Unidos y quizá también otros sucesos en otras partes del mundo. En su versión estadounidense, «el neoliberalismo progresista es una alianza entre las corrientes mayoritarias de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTIQ+), por un lado, y los sectores “simbólicos”, de lujo y orientados a los servicios del mundo de los negocios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood), por otro». En nombre de una lógica de individualidad y particularismo, de repliegue sobre sí mismo y de crisis del «lazo social» (desafiliación), del cuidado mutuo y de las solidaridades, en esta alianza las fuerzas progresistas se unen efectivamente a las del capitalismo neoliberal, en concreto a la financierización, y le aportan su carisma, «aunque sea sin proponérselo». Ideales como la diversidad o el empoderamiento, que en principio sirven a otros fines, acaban dando lustre a unas políticas «que han devastado la industria manufacturera y han arrebatado a las clases medias sus antiguos medios de subsistencia». Unas políticas que han perjudicado los intereses nacionales, el «imperativo de la unidad de la nación» (Lagasnerie, 2022, p. 52), y que, por debajo de toda su performance, «sigue[n] asegurando las formas de dominación» (Llevadot, 2022, p. 91).
Así pues, el objetivo de este artículo es doble: por un lado, se analizan las viejas y nuevas formas políticas alternativas a la democracia liberal, como el fascismo histórico o clásico, los neofascismos, los posfascismos y los populismos, definidos por sus partidarios como fuerzas revolucionarias y modernizadoras, y por sus detractores como fuerzas reaccionarias y antimodernas. Por otro lado, se presenta el apoyo al legado del liberalismo, sea el político y democrático o el económico y social, por parte de lo que denominamos bloque contrapopulista, también cada vez más mundializado.
Este último bloque asume el dictum de Aron (1977) de que la prosperidad de las democracias liberales occidentales se fundamenta no en la explotación del tercer mundo, sino en la productividad del trabajo y en el crecimiento de su economía. Un dictum que, no obstante, entró en crisis hace varias décadas al constatarse la inevitabilidad de que el poder se concentre en pocas manos, razón por la que Dahl (1992, p. 73) denominó poliarquías a los sistemas democráticos. En ellas, «la toma de decisiones está dispersa entre muchos grupos que, como si de empresas en el mercado se tratasen, se encuentran en legítima pugna por hacer prevalecer sus intereses». De ahí que «la democracia social solo existe en gran medida como objeto de nostalgia», dado que, a medida que nuestro mundo político, económico, social y tecnológico va cambiando, «las tácticas y estrategias que antes eran capaces de transformar el poder colectivo en ganancias emancipadoras han perdido su efectividad» (Srnicek y Williams, 2017, p. 79).
Asimismo, el enorme avance tecnológico, la gran revolución técnica que ha hecho posible el nacimiento de los ordenadores, de internet y de la comunicación móvil, ha permitido que «las empresas acumulen un poder de mercado y un liderazgo que va en detrimento del empleo», además de brindar «a los pioneros la posibilidad de aumentar su poder de mercado y asfixiar a la competencia» (Eeckhout, 2022, p. 33). Por todo ello, conviene plantearse si la pregunta central de nuestro tiempo es: ¿Nos hallamos ante un rechazo mundial de la democracia liberal y su sustitución por algún tipo de autoritarismo populista o democracia iliberal; ante un rechazo del liberalismo, del individualismo y del mercado libre y descentralizado?
Esta investigación se ha basado en la metodología de análisis de contenidos, que constituye una herramienta clave en el estudio y la interpretación de fuentes documentales, y que permite identificar, examinar y clasificar los códigos utilizados en dichas fuentes, ya sea en su contenido manifiesto o latente.
La idea misma de una civilización universal es occidental y está ligada a la comprensión geopolítica de Occidente como el lugar de la modernidad y el no Occidente como el de la premodernidad. Conforme a esta idea, la historia de Occidente es, desde sus inicios, una historia mundial. También es occidental la creencia en milenarismos revolucionarios que se inspiran en metarrelatos monistas, en cuanto que proyectos de organización social que piensan en términos de unidad y totalidad. Proyectos universales que afectan a toda la humanidad, como el cristianismo, el iluminismo, el marxismo o el capitalismo: grandes relatos que otorgan un poder desmesurado al pensamiento, que imponen unas fronteras claras entre la verdad y la falsedad (Lyotard, 2006). Esta creencia quedó socavada a partir de la década de 1980, con el inicio de la reacción posmoderna, que se reconoce como neoliberal y, posteriormente, como iliberal, y que surge sobre un fondo de descrédito de los antiguos partidos institucionales y difuminación de la división izquierda-derecha.
Sobre este fondo, en el que los relatos se desintegran y «acaban en informaciones» (Byung-Chul, 2022, p. 16), y en que el big data se opone a los metarrelatos, surge la democracia iliberal como una doctrina «que separa el ejercicio clásico de la democracia de los principios del Estado de derecho». Como señala De Benoist (2020, p. 54), se trata «de una forma de democracia donde la soberanía popular y la elección continúan jugando un rol esencial, pero que no duda en derogar ciertos principios liberales (normas constitucionales, libertades individuales, separación de poderes, etc.), cuando las circunstancias lo exigen». Una nueva forma de democracia que establece que está «más allá de los argumentos modernos de clase» (Heller y Fehér, 1994, p. 121) y en la que «el antagonismo de clase se ha sustituido por una pluralidad de formas de subjetivación en pugna dentro de un horizonte de emancipación local». En este sentido, las clases, junto con los metarrelatos, pertenecen al pasado modernista, al capitalismo colonial e industrial clásico, el cual proclamaba la universalidad y corrección de la cultura anglo-occidental y sus valores. Grandes relatos que enmascaran y deforman la «realidad en el momento mismo en que pretenden aprehenderla. Pero, sobre todo, al predeterminar los marcos y las categorías de análisis, impiden estar a la escucha de lo que se inventa: incapacitan para ver lo inédito cuando aparece, y por lo tanto discernirlo en su singularidad» (Lagasnerie, 2017, p. 79).
Por el contrario, en nuestro mundo posmoderno de capitalismo posindustrial y poscolonial, el único metarrelato que se impone, por su incredulidad hacia los demás, es el neoliberal. Surgido a principios de los setenta (Jeffries, 2023), constituyó el punto de partida de la invención de una nueva política, que se definirá como razonamiento mercantil o tribunal económico permanente del gobierno para juzgar y ponderar cada una de sus actividades en nombre de la ley del mercado. Un discurso «de reivindicación global, multiforme, ambigua, con anclaje a derecha e izquierda» (Lagasnerie, 2017, p. 34), que posteriormente, en las primeras décadas del siglo XXI, se fragmenta en una pluralidad de relatos menores: los relatos populistas iliberales con continuas llamadas al orden. Relatos hostiles al neoliberalismo progresista, a la democracia liberal, que cohabitan y se interrelacionan, se autocomunican y se convocan, los cuales, precisamente por su heterogeneidad, vaguedad y ambigüedad, han «alimentado la fascinación por este concepto entre académicos e intelectuales públicos» (Farris, 2021, p. 42).
Vivimos, entonces, una era en la que hemos pasado de un mundo inspirado por el proyecto de la Ilustración a uno contrailustrado, que detesta la uniformización y estandarización, y ensalza en cambio la diversidad política nacional. Este mundo no gira sobre un deseo democratizador y de asimilación forzada, sino más bien sobre un deseo personalizador, preocupado por las vulnerabilidades nacionales, por defender una autonomía estratégica industrial (y digital). Constituye una reafirmación cultural, política y nacionalista en el sentido económico, que ha perdido «todo interés, por así decirlo, por los estándares vinculados universalmente» (Bauman, 2017, p. 39) y que considera un sinsentido la creencia de que los lazos comerciales harán que la guerra quede obsoleta. Un mundo que ha olvidado el corto siglo XX de Hobsbawm (2009) —de 1914, con la Primera Guerra Mundial, a 1989, con la caída del muro de Berlín— y el largo siglo de Bradford DeLong (2023) —de 1870, cuando se inicia la primera globalización, a 2010, cuando la Gran Recesión hizo tambalear las principales economías del Atlántico norte y apareció el trumpismo—, con todo el sufrimiento y los totalitarismos, por una parte, y el triunfo y afianzamiento de los derechos humanos pactados tras el horror de la Segunda Guerra Mundial, por otra.
Al pretender no tener en su pasado ni Auschwitz ni el gulag, esta era está llevando a cabo su propia rebelión de Atlas (Rand, 2004), un golpe de Estado simbólico contra el estado social (Zamora, 2017), asociado al totalitarismo, a la nueva tecnología no disciplinaria del poder, denominada biopoder, que actúa sobre las poblaciones más que sobre los individuos «con el objeto de mejorar la productividad y la seguridad globales de la sociedad» (Scott, 2017, p. 36). Esta rebelión ha colonizado el mundo a la medida exacta del capital, es decir, ha hecho la guerra de clases desde arriba mediante el capitalismo financiero y digital, convencida de que los derechos humanos implican lógicamente mercados libres (Lepage, 1978), que han de moldear el espacio y las estrategias sociales. A este fin, pues, se aplicaran tecnologías disciplinarias, como técnicas de normalización, de hacer dócil y útil la acumulación de hombres (Foucault, 1976).
Dada la naturaleza mutable o contingente del capitalismo realmente existente como modo de producción generalizada de mercancías, Stiglitz (2019) distingue a lo largo de la modernidad, nacida de la Ilustración, patriarcal y colonial, cinco formas muy distintivas y diferentes de capitalismo: 1) el capitalismo mercantilista, desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII; 2) el capitalismo liberal de inicios y mediados del siglo XIX; 3) el capitalismo tecno-burocrático de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX; 4) el capitalismo social-desarrollador de 1945 a 1970, y 5) el capitalismo en el que vivimos, denominado capitalismo rentista, capitalismo de accionariado, capitalismo financiero o de especulación, capitalismo neoliberal de libre mercado o forma turbo-capitalista —apodada por Napoleoni (2008) economía canalla—, así como capitalismo político o capitalismo de la vigilancia, capitalismo de plataformas o economía de los datos, o infocapitalismo, el cual, surgido en 1980 ligado a la globalización, entretanto, también se ha apoderado «de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático» (Byung-Chul, 2022, p. 19).
Estamos inmersos, pues, en una suerte de totalitarismo ideológico que el tsunami de la pandemia y la inflación actual ha agravado, y que acaece en medio de la deriva narcótica de la sociedad, causada por el endeudamiento social y el consumo de antidepresivos. Este totalitarismo se desarrolla también entre el nacionalpopulismo de la derecha indignada más radical, que busca recuperar las fronteras, la homogeneidad étnica, el Estado nacional, etc., y el repunte de las democracias y del cosmopolitismo neoliberal, que sacan a relucir aspectos como la injusticia, la pobreza, la desigualdad o la precariedad de la ecuación de la felicidad y del éxito. Según el pensamiento neoliberal, estos asuntos solo dependen de uno mismo; las condiciones sociales o la coyuntura política en la que vive cada uno no cuentan, como tampoco cuentan los intereses particulares con capacidad de influencia sobre nuestras decisiones (Cabanas e Illouz, 2019). Una coyuntura, por otra parte, en la que impacta el capital global, entendido como distintivo de la determinación capitalista del mundo en el que vivimos (Sandel, 2023).
A lo largo del siglo XIX y XX, el capitalismo creyó en una doctrina canónica que establecía que el curso histórico discurría por una trayectoria de progreso hacia un futuro abierto, de modernidad y desarrollo industrial. Esta doctrina convirtió la revolución, el desarrollo rápido y violento del antagonismo de clases, en un proyecto infinito de emancipación que se desplazaba hacia un estadio final: el comunismo, que, gracias sobre todo a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, desempeñó un papel clave en la derrota del fascismo. En este estadio, se registró un mayor poder y desarrollo de las fuerzas productivas, ya que la colectivización de los medios de producción y de cambio volvió a impulsar las capacidades productivas. Este discurrir estuvo lleno de regularidades inflexibles «que convertían la flecha del tiempo en un recorrido lineal, mecánico y definido» (Palazuelos, 2018, p. 67). No obstante, desde la década de 1990, con la caída del telón de acero, Occidente, o más bien una élite cosmopolita, creyó que el ascendiente mundial del capitalismo y el triunfo de la libertad como valor social general de la democracia liberal —asociada con la reducción de las funciones del Estado a las de un Estado minimalista— iban de la mano, tal y como afirmaba Fukuyama (1992), teórico de la victoria definitiva de la política y la economía liberal a escala mundial.
Igualmente, Fukuyama (2000) opinaba que el vencedor absoluto de las utopías y luchas entre ideologías del siglo XX no había sido ni el fascismo ni el liberalismo, sino el comunismo. En efecto, entre 1945 y 1989, se daba por descontado que la amenaza para las instituciones liberales procedía esencialmente del comunismo. El régimen comunista de este período habría sido la última gran vía para realizar una utopía política a escala global, «pero, tras su fracaso, la única opción viable era el liberalismo democrático, dando paso al denominado “pensamiento único”. La economía sustituiría a las ideologías y la ciencia determinaría el discurrir de la historia» (Veiga, 2015, p. 17).
Sin embargo, en este relato, se omite el hecho de que el temor a la revolución social y al papel que en ella pudieran desempeñar los comunistas estaba justificado, por más que «en las décadas de retroceso del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde la izquierda». Por el contrario, «la amenaza sí era real en el período de entreguerras, y procedía exclusivamente de la derecha» (Veiga, 2015, p. 19), tanto del sector autoritario no fascista —ya sea bajo la modalidad conservadora o la radical, que se apoyaban más en la religión que en cualquier mística cultural fascista, tal como el vitalismo, el irracionalismo o el idealismo neosecular— como del fascista, con su rechazo de las reglas políticas del sistema democrático parlamentario, que se proclamaba a sí misma revolucionaria y constructora de un imperio.
Respecto al capitalismo del siglo XXI, Crouch (2004) señala un conflicto global marcado por transformaciones que han conducido a una situación general posdemocrática o de democracia precaria, crisis democrática liberal, recesión democrática o crisis de la democracia representativa, en la que los ciudadanos pueden elegir y deponer a los gobernantes dentro de un límite temporal mediante su voto en elecciones libres. Esta situación es indicativa de la conversión de los partidos socialdemócratas a las políticas neoliberales en nombre de un supuesto «there is no alternative», es decir: no hay alternativa al capitalismo ni al liberalismo político, con su defensa de la libertad individual, la división de poderes y el Estado de derecho. Enmarcado en una omnipresente apelación al individualismo como vía para alcanzar la prosperidad, el liberalismo en realidad está erosionando los dos pilares del ideal democrático, la igualdad y la soberanía popular, en la medida en que las desigualdades son productos sociales y no realidades naturales y, por tanto, inmutables e inalterables. Esta erosión, que conlleva tensiones sociales y también rabia, violencia y resentimiento, ampara al populismo punitivo, esto es, la intensificación del uso del sistema penal como forma de gestión neoliberal de la marginalidad y de la pobreza.
La erosión del keynesianismo y del fordismo, pilares del capitalismo social posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha hecho que la política se convierta una vez más en un asunto de élites cerradas, bajo la superficie de la jerarquía de castas, mediante la apelación a la voluntad divina, las leyes de la naturaleza o la tradición. Pero también ha conducido al populismo, fruto del estancamiento de los salarios y de una desigualdad creciente aparentemente sin remisión. La desigualdad y la pobreza han pasado a ser el centro del debate y de la preocupación de amplios sectores, a consecuencia del fin del contrato social surgido en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial. Se trata del «momento populista» (Mouffe, 2018, p. 12), que no relega ni olvida la dimensión antagonista de lo social. El propio término político se refiere a esta dimensión, en contra de política, que hace referencia en concreto al ordenamiento y la organización de lo social (Mouffe, 2014).
Entonces, lo que acaece actualmente es una «implosión populista»: el reconocimiento constitutivo del antagonismo social. Dentro de esta implosión, los populismos tienen entre ellos aires de familia, «pero no hay ningún conjunto de rasgos cuya exclusividad todos los populismos compartirían» (Judis, 2018, p. 84). Un momento en el que se conjugan tres aspectos disolventes de la imaginación democrática en su vertiente social: 1) la aceptación de uno de los principios más «viscosos» del imaginario moderno, esto es, la ilusión cientificista según la cual hay que descargar los dilemas políticos en los expertos; 2) la fe tecnocrática como método de higiene del peor vicio de la democracia de partidos, a saber, las relaciones de amiguismo y lealtad que promueven a los incapaces, y 3) la salvación científica del mundo, a la cual, una vez entregados, los ciudadanos son renuentes a participar, por considerarla irrelevante, pues «cuando se ejerce, carece de efectos reales y funciona como un puro simulacro de legitimación de las élites —élites soldadas por relaciones de lealtad cuasimafiosa» (Moreno, 2019, p. 53).
Según Alba Rico (2017a), la segunda mitad del siglo XX ha añadido a la erosión de los dos pilares anteriores los cuatro elementos siguientes:
1) Una globalización más decisiva y novedosa que la económica, cuya primera marea se remonta a 1870.
2) Un imaginario consumista y una proletarización del ocio a partir de 1950 en los Estados Unidos, irradiados al resto del mundo en deconstrucciones sucesivas e ininterrumpidas.
3) Una aceleración técnica que aviva la duplicidad social, así como la escisión étnica y de género, de las sociedades nacionales. Esta aceleración ha revolucionado los vínculos antropológicos desplazando la realidad y la vida lejos «de los cuerpos: a un espacio que no es capaz de distinguir lo interior de lo exterior, lo privado de lo público, el antes del después y que, por tanto, fragiliza o impide las memorias densas y los compromisos fuertes». El aceleramiento de las innovaciones técnicas someten a los individuos y a los pueblos de una manera sin precedentes al marketing, al condicionamiento publicitario y a las estrategias de los grandes grupos empresariales. Ello afecta al devenir de las economías capitalistas al menos de cinco formas: «hará mucho más difícil la previsión empresarial; acelerará la obsolescencia del capital humano; acentuará las diferencias salariales; y modificará, con rapidez, las ventajas comparativas» (Requeijo, 2021, pp. 25 y 27).
4) Una globalización del terrorismo, «concebido como una radicalización homeopática y descentralizada de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de cuyas víctimas fueron civiles» (Alba Rico, 2017a, p. 31), que impulsa su proliferación. De hecho, no es que no hubiera terrorismo a finales del siglo XIX y principios del XX, «pero el terrorismo hoy constituye, íntimamente», junto con el estado de excepción, «el orden social; es, si se quiere, uno de sus mimbres, incrustado en el corazón de nuestros códigos penales y etológicos como una función de reproducción económica y moral» (Agamben, 2004, p. 85).
Hay que situar todos estos elementos en un momento histórico en el que las expectativas del trabajo y del capital han divergido tanto que el régimen de posguerra del keynesianismo social —que exigía cada vez más bienestar y un consumo ininterrumpido, convertido en estilo de vida (Blom, 2012)— no podía más que entrar en crisis (Streeck, 2017). En 1971 se inicia una crisis recurrente, que «continúa con el fin de la banca de inversión y la quiebra de Lehman Brothers en 2008» (Girón, 2010, p. 11), debido a la expansión neoliberal que, según Laval y Dardot (2017, p. 42), es producto de una coalición de élites económicas y políticas, como la oligarquía gubernamental y la selecta casta burocrática, el corporate power, los actores financieros y el top management, los grandes medios de comunicación y entretenimiento, y las instituciones universitarias y editoriales que difunden el discurso neoliberal. Unas élites de sectores de servicios y negocios de alta gama simbólica que toman sus decisiones y las imponen a los países y los demás inversores. Élites con idéntico resorte pasional e igual proyecto movilizador: acelerar el capitalismo, conformar biopolíticamente la relación de empleo como un mero intercambio mercantil, reducir los costes salariales, incrementar la rentabilidad de las inversiones y desencadenar las fuerzas de desterritorialización y decodificación que el Estado social de posguerra trató de restringir y codificar.
Asimismo, esta aceleración genera «la sociedad-invernadero (el individualismo, la despreocupación por la suerte del otro, el abandono de lo común, la exclusión abrumadora, las nuevas formas de la pobreza en la sociedad del esplendor consumista, el arrasamiento de la naturaleza, el dominio de lo artificial, la banalidad y el aburrimiento, etc.)» (Forster, 2019, p. 44). En la sociedad-invernadero, bajo la conducción de un Estado minimalista, el estallido de la revolución de Wall Street, en pleno corazón del imperio financiero mundial, demostró que el 99 % de la población de todo el mundo seguía estando explotada y oprimida, independientemente de que pertenezca a un país desarrollado o a uno en vías de desarrollo. Así, el movimiento de Wall Street se diversificó más allá de los estudiantes y los recién graduados, si bien en su núcleo era y sigue siendo un movimiento juvenil con vistas al futuro: un grupo de personas que miran al porvenir y a quienes les han parado los pies. Como señala Graeber (2014, p. 18), esas personas jugaron conforme a las reglas del juego y vieron como la clase financiera hacía totalmente lo contrario: destruía la economía mundial mediante la especulación fraudulenta, era rescatada por una intervención gubernamental rápida y a gran escala, y, como resultado, ejercía incluso más poder y recibía mayores honores que antes, «mientras que ellas quedaban relegadas a una vida de humillación en apariencia permanente». Por ello, este movimiento efectúo un llamamiento explícito de clases, para lo cual optó por una reconstrucción completa del sistema político existente e hizo «una llamada (para muchos, al menos) no solo a reformar el capitalismo, sino también a iniciar su desmantelamiento total». Además, supuso el descubrimiento de la experiencia práctica proveniente de la lucha contra todas las dominaciones.
Otra de las crisis detrás de la aceleración o expansión del capitalismo financiero es la del comunismo burocrático de Estado, el socialismo real que, como proyecto de ingeniería social, desembocó en un absolutismo de Estado, un monopolio burocrático y policial del poder, que impuso una dictadura férrea sobre las necesidades interpuestas desde el Estado. Este monopolio bloqueó la posibilidad de otra sociedad sin Estado que pusiera fin a la ficticia separación de trabajo productivo y reproductivo, a la atribución de uno y otro a hombres y mujeres respectivamente, y a la invisibilidad y subordinación de aquella respecto a aquel. De hecho, la revuelta mundial de 1968 fue una rebelión contra los paradigmas dicotómicos, jerárquicos y burocráticos. Por de pronto, Mayo del 68 fue un proyecto contra la conformidad, la división sexual del trabajo y el mercado, que solo se puede desarrollar bajo la existencia del Estado (Dardot y Laval, 2021), así como contra todo lo que limite la imaginación humana. Sin embargo, también fue el desencadenante de la posterior implosión populista y de la proliferación de las fake news, es decir, la distorsión de la realidad —la posverdad— de forma deliberada. En esta distorsión, que elimina la distinción entre el hecho y la ficción, y entre lo verdadero y lo falso, la fuerza coactiva de la lógica es movilizada para evitar que nadie comience a pensar (Arendt, 2006), lo cual constituye un ataque directo a la democracia (Herreras, 2021) como régimen que se apoya en la afirmación de los derechos, hechos y verdades (Touraine, 2018).
Estamos, pues, en un contexto de difusión de las ya famosas fake news y propagación del concepto de posverdad, «que no es tanto la afirmación de que la verdad no existe, sino la de que los hechos están subordinados a nuestro punto de vista político», y en el que el campo de batalla político abarca «toda la realidad factual» (McIntyre, 2018, p. 84). Esto lleva a asumir que la verdad es una cuestión de creencia y a disfrazar las mentiras como posverdades, a generar y difundir noticias falsas a efectos de ganar elecciones o a aumentar el consenso electoral gracias a los populismos de derechas y de derecha radical, y a las denominadas democracias iliberales, que abogan por el «bienestar sin democracia» o por «derechos sin democracia» (Mounk, 2018, p. 32) ante lo que algunos llaman «el gran reemplazo» o «la gran sustitución» de la población autóctona por los inmigrantes, variante de la xenofobia y el racismo de siempre.
Estos populismos vindican al pueblo y la soberanía popular, y «reniegan de las instituciones representativas para propulsar un ilimitado gobierno de la mayoría, dando lugar al interés por sustituir el imperio de la ley por el imperio de la voluntad de la mayoría». En este sentido, el populismo persigue a la democracia como si fuera su sombra, pues «trata de poner una carga explosiva en el pluralismo, para devaluar las diferencias de valores, necesidades, clamores y opiniones, porque todo ello depende del pueblo, y solo hay un pueblo. Un pueblo que puede posicionarse contra la democracia» (Herreras, 2021, p. 19). Un pueblo que se nutre de hechos alternativos y al cual no le importa la distorsión de la realidad si favorece a sus creencias o a sus intereses.
Los posfascismos se mueven en un contexto en el que se penaliza la inseguridad social y económica, y que resume la filosofía política del actual Estado penal, liberal y no intervencionista. En el ámbito jurídico, este contexto está desembocando en la denominada lawfare, o guerra jurídica asimétrica, que, como herramienta de los posfascismos, pone en marcha una peculiar modalidad de judicialización de la política y «un peligroso tránsito hacia un Estado judicial» (Fariñas, 2019, p. 56). Cuestión relevante si asumimos que los nuevos fascismos en las democracias liberales de finales del siglo XX y principios del XXI «han ido evolucionando hacia una sinfonía neofascista con menos metales, amparándose en el respeto a la ley, manteniéndose populista como siempre, pero a la vez disfrazada de un ritmo calmado que le ha permitido no ser identificada como una seguidora del radicalismo, sino de un pragmatismo de mercado». En su modalidad menos incomodadora, se trata «de un fascismo amistoso que apela a un programa exaltadamente liberal, con la meta de ser percibido como un defensor apasionado de las libertades del individuo por delante de cualquier otra consideración igualitarista, y calificando de intromisión del Estado cualquier protección normativa que universalice el bien común». Los líderes de este «fascismo amistoso» están creando «un nuevo amo, totalitario y obsesivamente narcisista, que, además de necesitar de una obediencia absoluta por parte de sus partidarios», tiene y tendrá que buscar incesantemente «a un enemigo al que haya que dañar o eliminar para seguir perpetuándose». Ello explica el resentimiento que trae consigo el posfascismo, «una pasión triste, un sentimiento de agresividad, un estado subjetivo de la conciencia que desinhibe los instintos, y todo ello queda encaminado a grupos étnicos, sociales, políticos y religiosos concretos» (González, 2022, p. 63).
Además, la centralidad de la violencia es clave para entender las dimensiones ideológica y estética de los nuevos fascismos. De hecho, tal y como señala Finchelstein (2019, p. 89), el fascismo «combinaba nacionalismo extremo, ideas de regeneración y sacrificio, una mentalidad mítica, un líder supremo, un impulso expansionista, racismo y violencia extrema, ideales estéticos de guerra y masculinidad, y ritos y símbolos revolucionarios». Más específicamente, la violencia extrema «era constitutiva del fascismo y los fascistas. Se le atribuía una condición sagrada, lo que hacía del fascismo una teología política extrema cuya idea primordial era que el mundo, en tiempos de emergencia apocalíptica, estaba fundado en, y regido por, la violencia». Un uso político de las narrativas sagradas que relacionan conceptos religiosos con la política, la sociedad y la economía. En este sentido, el populismo adopta como propia la teología, pero rechaza la violencia fascista. En efecto, la violencia, «su concepción y, lo que es más importante, sus prácticas, dividen las aguas entre el fascismo y populismo. La violencia, y su legado de represión y exterminio, definen las experiencias globales contrastadas del fascismo y el populismo en tanto ideologías, movimientos y regímenes, así como sus ulteriores reformulaciones en nuestro nuevo siglo».
En cuanto ideología, Gentile (2004, 2019) señala que el fascismo es nacionalista y revolucionario, antiliberal y antimarxista, imperialista y racista. Como régimen, se considera investido de una misión de regeneración nacional. Además, se conceptúa que está en estado de guerra contra sus adversarios políticos y trata de adquirir el monopolio del poder político usando el terror, la táctica parlamentaria y el compromiso con los grupos dirigentes para crear y sostener el nuevo régimen. Por tanto, es preciso destruir la democracia parlamentaria con el objetivo de lograr una organización corporativa de la economía, que debe estar bajo el control del régimen. Según Gentile, argumenta Finchelstein (2019, p. 77), el fascismo «tenía la típica organización de un partido militarista apegado a una concepción totalitaria de la política estatal, una ideología de acción, antiteórica, y un interés por la virilidad y los fundamentos míticos antihedonistas». Así, un rasgo determinante era su carácter de religión secular que afirma la primacía de la nación, entendida como una comunidad orgánica y étnicamente homogénea. Más aún, «esa nación debía organizarse jerárquicamente en un Estado corporativo con vocación de potencia, belicismo y expansión nacional».
Pues bien, advierte Ramoneda (2019, pp. 4-5), el populismo de derechas actual no cuestiona «el statu quo económico, asume por completo los principios del neoliberalismo: la desregulación de la economía, la disminución de la carga impositiva y el sálvese quien pueda como horizonte del sujeto económico». Su objetivo es conquistar el poder institucional a partir de los mecanismos democráticos y crear una cultura de sumisión y limitación de los derechos individuales para controlar el malestar social creciente. En su horizonte de máximos «está el autoritarismo postdemocrático: formalismo democrático de mínimos y dominación ideológica. Por eso a medio plazo sus objetivos son claros: ortodoxia económica neoliberal y revolución cultural reaccionaria».
Aunque no todos los populismos son fascismos, el populismo de derecha radical es altamente complejo y constituye una realidad consustancial a los regímenes democráticos y, por tanto, a la libertad (Monge y Urdánoz, 2021). Esta realidad se erige sobre un fascismo estructural y utiliza muchas tácticas fascistas, como «el pasado mítico, la propaganda, el anti-intelectualismo, la irrealidad, la jerarquía, el victimismo, el orden público, la ansiedad sexual, el llamamiento al espíritu de la nación y el desmantelamiento del Estado de Bienestar y la unidad» (Stanley, 2019, p. 74). Como indica Rosa (2019, p. 78), el fascismo siempre ha estado ahí, nunca «se había ido». Por eso, es importante no perder de vista el hecho de que:
Sin pretender pasar por alto en ningún momento los horrores del Holocausto, hasta cierto punto se puede entender el nazismo como un colonialismo en Europa y un imperialismo de aplicación doméstica. El exterminio de las poblaciones originarias de América y Australia, las decenas de millones de muertos por hambrunas en la India bajo el dominio británico, los diez millones de personas asesinadas en el Estado Libre del Congo del rey Leopoldo de Bélgica y los horrores del comercio transatlántico de esclavos no son sino una ínfima parte de las masacres y del exterminio social que infligieron las potencias europeas antes del ascenso de Hitler (Bray, 2018, p. 28).
Ese fascismo eterno solo necesita el síntoma, es decir, «el momento propicio, la crisis, el desencanto cíclico de las siempre desencantadas clases medias (reales o aspiracionales, y que suelen formar la base social de todo fascismo)» (Rosa, 2019, p. 46). Concretamente, necesita exaltar ese desencanto, el sentimiento de ansiedad, que «es el primer paso para alimentar un genuino sentimiento fascista en las masas». Si los populismos de derecha radical saben aprovechar la ocasión, podrán llegar a gobernar estados enteros, «si ya no lo hacen, sin necesidad de empuñar las armas». Históricamente, han sido los instrumentos propios de la democracia los que les han permitido imponerse «y, en última instancia, prevalecer» (Murgia, 2019, p. 39), y solo se requiere «la exigencia de una “revolución” contra las “élites”, los sueños de violencia purificadora y un choque cultural apocalíptico» (Applebaum, 2020, p. 29). Además, señalan Dasandi y Taylor (2019, p. 41), de acuerdo «con Milanovic y sus colegas, las personas con bajos ingresos en economías desarrolladas como Gran Bretaña y Estados Unidos son unas de las que más se han empobrecido en términos relativos. Para muchos, esta tendencia explica las reacciones violentas ante la globalización y el descontento con el Gobierno democrático en numerosos países del mundo».
Para Mudde (2021, pp. 12-13), el populismo no es una patología de la democracia, pues tiene que ver con la idea de emancipación nacional y de autonomía colectiva. Además, el discurso acerca del pueblo bueno que se rebela contra las élites corruptas se ha extendido tanto que ya es parte central o normal de la política. Efectivamente, hay una creciente presencia de una variante populista, definida como modo de representación o de persuasión, basada en un lenguaje simple y directo que «implica una reducción de la complejidad de los temas que se presentan al electorado». Esta variante es la compañera de ruta de las formas mediáticas de la representación contemporánea, ya sea en democracias emergentes o consolidadas. Como sombra proyectada por la democracia, no deja de ser una compañera de la misma democracia «y, por tanto, una modalidad plenamente compatible con la institucionalidad de un régimen político liberal democrático».
En todo caso, el populismo también puede articular demandas que movilizan a la ciudadanía contra este régimen y que actúan no como sinónimo de la política, sino como un síntoma de la política democrática, como una enfermedad que brinda visibilidad «a la negatividad de lo político, al convocar al pueblo e introducir un ruido en el espacio normalizado de la política». El síntoma de un populismo autoritario que perturba la política democrática y que puede adoptar poderes discrecionales y usurpar funciones legislativas por parte del ejecutivo, una práctica al borde de la democracia que «se puede concebir como un espejo en el que la democracia puede escrutar sus rasgos más desagradables y, a la vez, como una experiencia que puede ir mucho más allá de ser un ruido incómodo para convertirse en un posible reverso de la democracia» (Arditi, 2017, p. 32), sea populista o de otro tipo, como el surgimiento del totalitarismo.
En este sentido, según Arditi (2017, p. 38), el populismo «puede permanecer dentro del marco democrático, pero también puede llegar al punto en el que ambos entran en conflicto y, a veces, siguen por caminos separados», hasta suponer una amenaza para la democracia. De hecho, el populismo puede florecer «como un compañero de ruta de movimientos de reforma democráticos y también puede poner en riesgo la democracia». Asimismo, es un fenómeno político cada vez más presente en las «sociedades que viven bajo el régimen neoliberal. El liberalismo, al producir hombres económicos cuyo rasgo de vida es el cálculo racional, es una fábrica de seres humanos que anhelan vínculos afectivos. Así, hay una firme vinculación entre estas dos figuras del presente. Cuanto más triunfe el neoliberalismo como régimen social, más probabilidades tiene el populismo de triunfar como régimen político». De este modo, el populismo es una consecuencia inevitable y una respuesta imparable a los cambios drásticos, «provocados por el neoliberalismo» (Villacañas, 2015, p. 15).
Desde el planteamiento de Villacañas (2020), en la teología política populista no hay contradicción entre el pueblo y la nación, y la representación del pueblo en la persona del líder. Este llena el vacío de poder con un liderazgo que crea una nueva izquierda nacional y popular completamente distinta de la izquierda tradicional. Para Laclau, señala Finchelstein (2019, pp. 39-40), esta versión del populismo hace de este la manifestación más pura de la democracia: la política como tal. De hecho, el populismo de izquierdas constituye un único camino hacia la democracia radical. Es «un modelo normativo que debe ser apoyado», sobre todo en América Latina, y que opone al parlamentarismo la discusión abierta y la pluralidad de posiciones, el principio de encarnación doble (en el pueblo y en el líder) y la necesidad de liderazgos verticales en un contexto de relaciones amigo-enemigo. Por eso, el populismo de Laclau, apoyándose en un tipo de liderazgo autoritario, divide la sociedad en dos: el poder y los de abajo. Como forma de poder, los sujetos populares en sus luchas —urbanas, ecológicas, antiautoritarias, antiinstitucionales, feministas, antirracistas y de minorías étnicas, regionales o sexuales— plantean las demandas, que luego son articuladas por líderes autoritarios que las defienden en nombre del pueblo contra los poderosos o las élites. Una concepción moderna de la izquierda «caracterizada por una combinación híbrida de ideas inestables sobre la soberanía popular, el liderazgo y el modo en que la sociedad capitalista debería organizarse y gobernarse».
En oposición a la idea de populismo de Laclau (2005), Rancière (2014) —quien plantea la libertad como cualidad vacía del demos que instituye el conflicto, en contra del comunitarismo, que se opone a la fundamentación individualista del modelo liberal y neoliberal basándose en el diálogo a partir de unas tradiciones comunitarias compartidas— reserva el término populismo para quienes se oponen a la democracia liberal o al orden liberal internacional forjado en 1944 en Breton Woods (Estados Unidos). Por lo tanto, es un término que sirve para atacarla y no para mejorarla. Desde este marco de discurso, el populismo opta por un autoritarismo posdemocrático, por valores autoritarios y jerárquicos, por el culto a la individualidad triunfante y con capacidad de mando, como alternativa a la democracia liberal y abandono de los valores democráticos. Es, concretamente, una reformulación del fascismo:
Reforzándose los tradicionales ejes de dominación colonial, eurocéntrica, racista y patriarcal sobre el trabajo, las y los migrantes, y, muy en particular, sobre las mujeres. Utilizando la religión, los valores conservadores tradicionalistas, la difamación, el discurso del miedo al otro y la exacerbación del mandato de la masculinidad, se rearma un andamio ideológico/jurídico orientado a potenciar modelos de sumisión y explotación violenta de una mayoría de la población, con especial impacto de género, y sin duda necesarios para mantener los procesos de acumulación y de control social (Guamán et al., 2019, p. 15).
Este posfascismo explica el momento fascista del neoliberalismo, su giro iliberal, como el rechazo a fenómenos nuevos —el ideal cosmopolita y moderno liberal, el multiculturalismo o los derechos de las mujeres y del movimiento LGBTI+ (Stanley, 2019; Paxton, 2018)— y a la violencia extrema del fascismo de los años veinte y treinta del siglo pasado, en íntima conexión con los mercados, el poder financiero y el capitalismo global neoliberal. Como señalan Fassin (2018) y Traverso (2018), se trata de una reconstrucción neofascista del neoliberalismo, que se reinterpreta resaltando sus diferencias con el fascismo histórico e iluminando las líneas de continuidad y transformación respecto a los procesos posfascistas actuales.
En este sentido, el populismo, surgido en la posguerra, adopta el principio democrático de la representación electoral y lo fusiona con un tipo de liderazgo autoritario. Por ejemplo, desde la perspectiva de Laclau (2005, p. 23), «en su forma peronista clásica, el populismo moderno alienta activamente las reformas sociales, creando formas de capitalismo de Estado que, vinculadas con una nueva élite a través de sus conexiones con el líder y el movimiento, reduce parcialmente las desigualdades de ingreso». Según Finchelstein (2022), la clave es abordar la democracia liberal y radicalizar su componente igualitario. Por ello, Laclau y Mouffe (2011, p. 21) afirman que no se trata de romper con la ideología liberal democrática, sino, más bien, «de profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo». Por tanto, la tarea de la izquierda no puede consistir en renegar de la ideología liberal democrática «sino, al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural». No es en el abandono del terreno democrático, sino «en la extensión del campo de las luchas democráticas al conjunto de la sociedad civil y del Estado, donde reside la posibilidad de una estrategia hegemónica de izquierda».
Por su parte, la marea populista de derechas ha resultado ser un terremoto, según Finchelstein (2019, p. 43), «el terremoto populista», que ha trazado una nueva geografía social a partir de la distribución de las clases populares en el espacio. Un sismo que «no para de producir réplicas que no son fruto de un brote de fiebre irracional de la opinión pública», sino la consecuencia de un movimiento tectónico iniciado a finales de la década de 1970 «por el advenimiento de un modelo económico y social que está acabando con la clase media occidental».
El historiador canadiense de las ideas políticas Mark Lilla (2004, 2010, 2017, 2018) y el especialista español en pensamiento político anglosajón José María Lasalle (2012, 2019, 2021) coinciden en su objeto de investigación prioritaria: la defensa de la democracia liberal en contra de los relatos iliberales que cuestionan sus mecanismos, es decir, su método (la libre competencia política), su estado de espíritu (el pragmatismo) y su convicción (la defensa de los derechos individuales y de los nuevos derechos de las minorías: derechos sexuales, reproductivos…). Esto tiene que ver con el hecho de que los mecanismos de la democracia liberal facilitan la administración de los conflictos sin tener que recurrir a la represión o desembocar en una guerra civil. Ambos autores rechazan el populismo por su desdén por las normas procesales, los contrapesos del proceso democrático y las cuestiones de procedimiento, tales como la institucionalización de la oposición y el cambio periódico de gobierno. Con todo, para Lasalle, en contraposición a Lilla, el encierro de la democracia en el formato liberal —el del primer liberalismo— no retoma las vías divergentes que siguió el liberalismo a lo largo del siglo XIX, entre el dogmatismo del laissez faire y cierto reformismo social (Laval y Dardot, 2015).
Ni los procesos neoliberales ni los populistas nada tienen que ver con la democracia socio-liberal que desarrolla Lasalle, cuyo enfoque es recuperar la cara redentora de la democracia liberal: la democracia social. Para ello, identifica el núcleo fundacional del liberalismo democrático y lo actualiza en una propuesta de humanismo liberal tecnológico con una fuerte dimensión social. Rechaza que cualquier intervención del Estado conduzca a una pérdida de libertad, tal y como afirmaba Keynes (2002). El humanismo debe convertirse en la última frontera de un liberalismo que ha de pensar cómo cerrarle el paso al ciberleviatán para construir una ciberdemocracia, así como a la hegemonía cultural reaccionaria que impone un dogmatismo económico y social alrededor de la defensa cerrada de un individualismo sin límites ni obligaciones hacia los demás.
En cambio, Lilla (2017) revela la continuidad de la dinámica fundamental de la teología política, de la que la filosofía política moderna quería escapar. En concreto, se quería huir del nexo divino entre Dios, hombre y mundo, entre la cosmología, la teología y la política, y sustituirlo por una filosofía política centrada exclusivamente en la naturaleza y las necesidades humanas. Esta concepción constituyó un desafío a las teologías de tradición bíblica y un medio para escapar de la locura teológico-política, del reino de la oscuridad de los partidarios de la teocracia, del patriarcado, del derecho divino de los reyes y demás ideas derivadas, a las que el autor responsabiliza de siglos de violencia política y religiosa. Para Lilla (2010, pp. 18, 23 y 35), la teología política resurge en Alemania, fomentada por pensadores protestantes (Barth, Rosenzweig…) y judíos (Cohen, Troeltsch…), que aducían razones modernas para volver a la Biblia en busca de inspiración política. Estos estudiosos afirmaban que no puede haber una vida política decente sin teología política y que no es posible mantener la especulación teológica apartada del discurso político. Hostiles al liberalismo, al pensamiento que había permitido que surgiera la democracia liberal —y, no pocos de ellos, defensores del nazismo y del comunismo—, eran reaccionarios que veían el futuro en términos teológico-políticos, «como un tiempo de redención que señalaría el final de una época oscura que había empezado con el nacimiento de la modernidad».
Lo más llamativo es que, para estos pensadores, la «era de la religión» no ha terminado. Estos autores defienden que la teología política es la forma primordial de pensamiento político «y, en la actualidad, sigue siendo una alternativa viva para muchos pueblos». Esto significa que la creación y el mantenimiento en la era moderna de un orden político factible separado de la religión es un experimento excepcional. En efecto, «tenemos pocas razones para esperar que otras civilizaciones sigan nuestro insólito camino», que resulta ser una innovación: el liberalismo, un pensamiento político relativamente reciente, incluso en Occidente, que propone diversos postulados sobre lo humano y lo divino. No obstante, el liberalismo tampoco se libra de la religión. Como señala Lilla (2010), el liberalismo neoconservador o iliberalismo de las últimas décadas desea superar la democracia liberal. De hecho, contiene una forma extrema de teología política, fundamentada en un líder del pueblo mesiánico y carismático, y sus antagonistas políticos, los enemigos del pueblo y traidores a la nación.
Por otra parte, Lilla se refiere a los oponentes a las ideas liberales —reaccionarios convencidos de que la época moderna es en realidad un error cósmico y de que el colapso del orden religioso medieval es la caída al abismo, quienes, con tintes siniestros, describen las democracias liberales como auténticas cunas de la tiranía, ya sea del capital, del imperialismo o del conformismo burgués— como el coro filotiránico (Lilla, 2004, p. 75): pensadores fascinados por el poder totalitario, sus líderes carismáticos o sus ideologías mesiánicas; obsesionados por la relación entre las ideas políticas y las teológicas, y por desenmascarar el liberalismo como sistema que representa la ley del más fuerte. Un coro que, desde su incompatibilidad manifiesta con los principios liberales, el llamar al orden liberal caduco y opresivo, ha justificado dictaduras feroces y cuya lista es muy larga: Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, Mao y Ho, Castro y Trujillo, Amin y Bokassa, Sadam y Jomeini, Ceaușescu y Milošević. Pensadores iliberales convencidos de que su régimen dictatorial era liberador y sus crímenes y excesos, nobles.
Para Lasalle (2021, p. 36), el neoliberalismo «ideologizó económicamente la libertad, alineó la vida colectiva bajo la forma idealizada de una empresa e instauró un determinismo que justificaba la desigualdad como consecuencia saludable de la libre iniciativa y la competencia». Configurando la superestructura ideológica que acompaña al desarrollo de la globalización, esta creencia —el neoliberalismo— ha emprendido una cruzada contra la izquierda mundial, el socialismo y su aliado, el liberalismo social y democrático, al que acusa de traicionar sus orígenes por promover el Estado social. Una cruzada que lleva a cabo mediante infraestructuras digitales de vigilancia que centralizan los datos y diseñan algoritmos, y que nos conduce a la «democradura», la cual nos aboca a una forma de dominación técnica sin contestación ni disidencia. Por eso, el cometido del liberalismo democrático en el siglo XXI es recuperar el liberalismo originario, herido, entre otras cosas, «porque la libertad pensada por la Ilustración ya no sirve si queremos emanciparnos de un mundo que ha relativizado la verdad y nos acostumbra a vivir dentro de un orden de vigilancia y control algorítmico deseado cada vez por más gente» (Lasalle, 2012, p. 72). Un liberalismo que llegó como el programa político de la modernidad ilustrada que derribó al Antiguo Régimen, el feudalismo y la tutela moral de las iglesias, pero que hay que adaptar al siglo XXI a efectos de amparar la libertad y combatir el miedo sobre el que se funda el ciberleviatán en una era asociada a la globalización y marcada por el reto de la consumación del Antropoceno/antropocidio y sus dinámicas de movilización utilitaria del planeta.
El liberalismo reformado «ha de centrarse en salvaguardar la capacidad del ser humano manteniendo su disponibilidad emancipadora y crítica, y su apertura a la amistad». Ha de estar al servicio de una democracia igualitaria y solidaria, que haga avanzar la prosperidad de la mano de una arquitectura institucional orientada a promover «la felicidad del mayor número y su seguridad jurídica frente a la arbitrariedad y el egoísmo del poder». Este liberalismo ha de impulsar una sublevación contra cualquier forma de poder cesarista que tienda a hacerse ilimitado. En sus orígenes ilustrados, la sublevación conectaba la subjetividad moderna con el concepto de ciudadanía, algo que estaba ya inscrito en el relato fundacional de la Revolución inglesa de 1688, la estadounidense de 1776 y la francesa de 1789. Es preciso activar e instrumentar este relato contra el dispositivo ideológico populista, altamente insurreccional, que «desplaza al liberalismo como eje de legitimidad política de la democracia» (Lasalle, 2021, pp. 75-76).
El populismo se presenta como imparable, se asienta sobre la mentalidad californiana que impulsa en Occidente la «Revolución digital» y trabaja en «alinear voluntades contra la democracia liberal» reconfigurando el gobierno liberal hacia otro neoliberal, que ha convertido el dispositivo ideológico neoliberal en «una especie de lengua franca de la economía global». A ello ha ayudado el «que China y la mayoría de los países asiáticos asumieran sus dogmas, mientras despreciaban el humanitarismo liberal, pero, sobre todo, que el siglo XXI encadenara una crisis tras otra y que el desenlace de las mismas fuese ver como la confianza social en las virtudes del binomio humanitario que equilibraba libertad e igualdad perdía apoyos» (Lasalle, 2021, p. 106).
En la introducción, nos planteábamos si la pregunta central de nuestro tiempo es: ¿Nos hallamos ante un rechazo mundial de la democracia liberal y su sustitución por algún tipo de autoritarismo? La respuesta radica en asumir que la amenaza iliberal del populismo proviene de la resaca emocional del saberse desposeído de las conquistas de bienestar y derechos que se consiguieron generacionalmente desde la Segunda Guerra Mundial. La crisis institucional del referente histórico que llamamos estado de bienestar, junto con el fin de la Guerra Fría (con la derrota soviética y la disolución del Pacto de Varsovia), dio pie a la técnica discursiva dominante en los años noventa, en torno al Estado mínimo, la ciudadanía democrática como experiencia básicamente consumista y la sacralidad economicista del mercado desregulado. De este modo, la mano invisible del mercado se convirtió en el motor del neoliberalismo y de la prosperidad que aportaba. Sin embargo, tras constatarse con la crisis económica y financiera de 2008 que la prosperidad del neoliberalismo era una mera ficción, se sentaron las bases del populismo.
Esta ficción ha llevado a millones de estadounidenses y europeos a respaldar los liderazgos populistas que afirman que detrás de la institucionalidad liberal no está la nación, sino la casta, una élite u oligarquía que se beneficia de su administración. En contra de esto, los liderazgos populistas, que necesitan líderes carismáticos, aspiran a configurar nacionalmente al pueblo, con el objetivo de derrotar a los enemigos de la gente, de la nación, y a todos los que exhiben el spleen conformista, inmovilista y decadente de las castas. Por todo ello, el populismo plantea un modelo de democracia alternativa y, «para lograrlo, propone una fórmula posmoderna de sociedad cerrada que se sustenta en el resentimiento y el miedo, y que parte de una reconfiguración corrompida del concepto de pueblo» (Lasalle, 2021, p. 53). En ningún caso esta reconfiguración orienta la democracia a minimizar la dominación en todos los ámbitos de la sociedad (Shapiro, 2005). Más bien, al contrario, la orienta a satisfacer preferencias grupales, en menoscabo de los derechos de las minorías y al abrigo del tópico de buscar el bien común y, al mismo tiempo, lograr la emancipación nacional, algo que siempre es incapaz de cumplir.
Se obvia así que la política no es el dominio de «lo común», «sino de la conquista»; es la «continuación de la guerra por otros medios»: «las leyes, el derecho, el Estado se inscriben en una batalla original que prolongan. Su objetivo es mantener la relación de fuerza inicial en favor de los vencedores». En otras palabras, «no es la guerra, la derrota, la que funda de manera brutal y fuera de la ley el nacimiento del Estado» ni es el consenso entre los individuos o un contrato fundado en «la represión de los intereses particulares en nombre de exigencias más generales». Es la voluntad «de los vencidos de detener la guerra», es el miedo, la renuncia al miedo, «la renuncia a los riesgos de la vida» (Lagasnerie, 2017, pp. 90-91).
Por ello, para hacer inteligible el ejercicio y el funcionamiento del poder, Foucault (1985, p. 121), en contra de la concepción contractual político-jurídica, afirma que hay «que entender por poder en primer lugar la multiplicidad de las relaciones de fuerza que son inmanentes al dominio donde se ejercen, y que son constitutivas de su organización». Estas relaciones de poder están en todas partes, «viene[n] de todos lados», lo cual abre el camino a «una politización de la casi totalidad de las dimensiones de la existencia humana» (Lagasnerie, 2017, p. 109). De forma análoga, el pensamiento neoliberal hace que todas las dimensiones humanas sean inseparables y estén ineludiblemente ligadas unas a otras por una misma actividad: la libertad —la lógica del libre mercado—, también definida como ‘forma de sujeción’, por su propia condición de sujeto que está «ya sujetado a la definición que se le hizo asumir para poder hablar y reclamar» (Llevadot, 2022, p. 62).
Una libertad que se inscribe en la misma lógica del Estado, si bien azuzada no por pulsiones de orden y control, sino de interés, constitutiva de la imagen del sujeto ciudadano como sujeto económico, como subjetividad que pondera todas sus actividades en nombre de la ley del mercado, sujetado a una fuerza externa, a las regularidades generales que gobiernan a una población sometida al mercado (Foucault, 2007; Behrent, 2017). Esta pulsión irrenunciable, predisposición antiautoritaria o instinto contra la dominación ofrece un enorme potencial «para el progreso económico y social» (Eeckhout, 2022, p. 32). Con ella, tenemos «la imagen, la idea o el tema-programa de una sociedad en la que haya una optimización de los sistemas de diferencias, en la que se deje campo libre a los procesos oscilatorios, en la que se conceda tolerancia a los individuos y las prácticas minoritarias reivindicativas» (Foucault, 2007, p. 265).
Más que por una democracia representativa, en estas prácticas efectuadas por una multiplicidad de actores sociales, se apuesta por una democracia pluralista radical que incluya una ontología pluralista de carácter agonista, un pluriverso que confirme la naturaleza conflictual del pluralismo, «dado el carácter constitutivo de la división social y la imposibilidad de una reconciliación final». Es decir, se aspira a comprender el momento de lo político como el momento que asume «el carácter constitutivo de la división social y la inerradicabilidad del antagonismo» (Mouffe, 2014, pp. 33 y 35). Es este un período de insumisión «ante el mundo tal como es», de «reticencia frente a los poderes y a las normas que oprimen la libertad», en el que «las posibilidades de la subjetividad constituyen el punto de partida —y la necesidad existencial— del análisis histórico y político» (Eribon, 2020, p. 11). Precisamente por eso, el capitalismo «necesita reinventarse en todo momento» (Fernández Mallo, 2023).
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