L’école peut-elle sauver la démocratie? Seuil.

Dubet, F. y Duru-Bellat, M. (2020).

Los sociólogos François Dubet y Marie Duru-Bellat, ambos especialistas reconocidos internacionalmente en temas relacionados con la educación, han publicado su libro L’école peut-elle sauver la démocratie? en la editorial Seuil. Conviene recordar que el primero, catedrático emérito en la Universidad de Burdeos y director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, es autor de una abundante obra —entre sus últimos libros podemos citar Ce qui nous unit (2016), Trois jeunesses (2018) y Le temps des passions tristes (2019)—, mientras que la segunda, catedrática emérita en Sciences Po Paris, ha publicado una veintena de obras, entre las cuales figuran La tyrannie du genre (2017), Sociologie de l’école (2018), redactada con Géraldine Farges y Agnès Van Zanten, y Le mérite contre la justice (2019). Juntos, han escrito varios libros, como son L’hypocrisie scolaire (2000), Les sociétés et leur école (2010), Dix propositions pour changer l’école (2015) y el título que nos ocupa, L’école peut-elle sauver la démocratie? (2020).

En la introducción de la presente obra, los autores indican que «desde los años [sesenta], las sociedades industriales modernas y, generalmente, democráticas han considerablemente masificado sus sistemas educativos» (p. 7). En Francia, por ejemplo, la tasa de titulados de bachillerato ha crecido de manera notable y «el número de estudiantes ha sido multiplicado por ocho a lo largo de las últimas seis décadas» (p. 7). Este proceso de masificación escolar se basaba en tres promesas implícitas, «compartidas por la mayoría de los actores políticos y por la gran mayoría de los ciudadanos» (p. 7), a saber: la justicia social, el desarrollo global de las competencias y capacidades, y el avance de la democracia (p. 8).

Ampliamente compartidas por los países comparables [a la Francia metropolitana] y promovidas por los organismos [internacionales] como la OCDE o la Unesco, así como por las instituciones europeas, estas promesas aparecen como menos cuestionables aún en Francia [en la] que [su] historia y [su] imaginario escolares [la] conducen a adherirse a ellas como [si fueran] unas evidencias (p. 8).

La escuela republicana gala pareció cumplir estas promesas durante un largo periodo. A lo largo de la primera fase de masificación escolar, durante la cual «la tasa de [diplomados de bachillerato] se duplica, estas convicciones son aún menos cuestionables que los hijos de las clases populares [empiecen] a entrar en el liceo y [luego] en la universidad» (p. 9). En ese mismo periodo, «la formación escolar [es] benéfica y rentable para una economía que se moderniza rápidamente» (p. 9). A la postre, «la masificación escolar [está] asociada a un movimiento de modernización y de liberación cultural» (p. 9). Sin embargo, con el transcurso del tiempo, estas promesas se difuminan: «La escuela de masas sigue siendo muy desigualitaria, además de haber profundamente transformado los procesos de producción de las desigualdades. La utilidad de los [títulos académicos no es nada] uniforme»” (p. 9). A su vez, la fe en la democracia y la solidaridad, vectores esenciales de la cohesión social, se han debilitado.

La responsabilidad de esta decepción no incumbe solo al sistema educativo, dado que las mutaciones del capitalismo han propiciado un incremento de las desigualdades socioeconómicas y un auge del desempleo masivo del que los jóvenes son las primeras víctimas. La escuela tampoco es responsable de la potenciación de las industrias culturales y de las pantallas «que debilitan la autoridad y su capacidad educativa [de la escuela]» (p. 10). No en vano, «la escuela no es solamente víctima de la sociedad capitalista contemporánea, [sino que] desempeña un rol [en esta materia]» (p. 10). De hecho, el sistema educativo tiene un componente integrador y otro diferenciador. En términos de justicia, de utilidad de la formación y de socialización democrática, «la masificación puede ser buena para la sociedad, pero puede igualmente ser muy favorable para unos y mucho menos para otros» (p. 11).

Esto corresponde al ideal meritocrático basado en la igualdad de oportunidades. Por una parte, «afirma la igualdad de todos los individuos que deben explotar lo mejor posible sus capacidades y [realizar] sus proyectos sin estar frenados o discriminados», y, por otra parte, «la igualdad de oportunidades aspira a producir unas desigualdades [consideradas como] justas e incuestionables porque son resultantes de una competencia equitativa» (p. 11).

En cuanto a los efectos de la educación y de las políticas educativas, no adquieren el mismo sentido para los individuos y para la sociedad. «Así, el nivel educativo está asociado a numerosos efectos positivos a nivel [personal]: confianza en las instituciones más marcada, participación política más intensa, menor delincuencia», etc. (p. 12). No sucede lo mismo en el plano social, puesto que «los países más instruidos de media no son aquellos donde reina la mayor confianza en las instituciones, donde la participación política es la más fuerte, donde el nivel de delincuencia es el más débil», como lo muestra el ejemplo norteamericano (p. 12). Por lo tanto, «los efectos colectivos no son siempre la suma de los efectos individuales» (p. 12). Estos desfases entre los efectos individuales y los efectos sobre el conjunto de la sociedad tienen varios orígenes:

Puede haber efectos de umbral. […] La cuestión de la distribución de la educación es igualmente primordial porque todo depende de la manera en que la educación está repartida entre las personas […]. Sin cuestionar la creencia general, ampliamente compartida, en el valor intrínseco de la educación, es indispensable analizar las consecuencias sociales de la educación, sobre todo en [las sociedades] fuertemente escolarizadas (p. 13).

A largo plazo, la masificación escolar fue efectiva y la sociedad está ahora mucho más instruida, «mientras que el impacto de las desigualdades sociales y sexuales se ha atenuado. Pero, en las últimas décadas, se tiene cierta [sensación de estancamiento]» (p. 14). Si los vencedores de la competencia escolar tienen dificultades para cuestionar la confianza en la educación, «precisamente porque le deben su posición social ventajosa y su prestigio», no sucede lo mismo para quienes están menos instruidos, se enfrentan al fracaso escolar y poseen diplomas que carecen de rentabilidad profesional (pp. 14-15). De manera general,

se difunde un clima algo desencantado en cuanto a las virtudes de la meritocracia escolar, acompañado de una crítica creciente de las élites […] descalificadas, una crítica susceptible de alimentar una reacción populista contra el desprecio de aquellos que gobiernan en nombre de su mérito y de su excelencia escolar (p. 15).

El objetivo del libro es, por lo tanto, mejorar nuestra comprensión de la situación y de la vivencia de las personas con menos formación, de cara a entender la paradoja francesa: «un país globalmente instruido, socialmente redistributivo y no especialmente desigualitario, pero un país donde la desconfianza y la [rabia] son muy fuertes y tienen unas consecuencias preocupantes sobre la calidad y el futuro de [la] democracia» (p. 16).

En este sentido, en la primera parte de la obra, se analizará «cómo la masificación escolar se ha acompañado de una transformación de la manera en que son fabricados los currículos y los diplomas» (p. 16). La segunda parte está dedicada a las relaciones entre los diplomados y los empleos. Por último, la tercera parte se detiene en «las promesas democráticas de la democratización» (p. 16).

En el capítulo inicial, titulado «Del elitismo republicano a la destilación continua», Dubet y Duru-Bellat recuerdan que, estén abiertas a todos o estén reservadas a algunos,

todas las escuelas clasifican y jerarquizan a los alumnos. La masificación de los sistemas educativos, el alargamiento de los estudios y la apertura de la enseñanza secundaria y de la enseñanza superior a un número creciente de alumnos y de estudiantes jamás han [supuesto] la promesa de una abolición radical de las desigualdades escolares (p.21).

No en vano, «ofreciendo a todos los niños la posibilidad de realizar largos estudios, la masificación escolar podría dejar pensar que los estudios [prolongados] de los alumnos estarían menos determinados por sus orígenes sociales y culturales, y por su sexo» (p. 21). Sin embargo, después de sesenta años de masificación escolar continua, esta promesa no se ha cumplido:

La ampliación del acceso a los [estudios prolongados] no ha reducido tanto como se podía esperar las desigualdades de trayectorias escolares, las desigualdades de aprendizaje y las desigualdades de oportunidad de conocer el éxito en la escuela en función del origen social y cultural de los alumnos (p. 21).

Con el transcurso del tiempo, «el modo de producción de las desigualdades escolares se ha transformado profundamente. Entre el inicio de los años [sesenta] y el año 2000, la arquitectura del sistema educativo y la organización de las trayectorias de los alumnos han cambiado de naturaleza» (p. 23). Hasta la primera masificación, la de los años sesenta, «la escuela se organizaba en [secciones] escolares verticales y relativamente estancas. […] El nacimiento determinaba entonces ampliamente las trayectorias escolares» (p. 23).

Poco a poco, «la organización vertical de las desigualdades se sustituye [por] una organización horizontal en la cual las trayectorias escolares diversificadas se construyen a lo largo de una serie de pruebas y de selecciones» (p. 24). Aunque los vencedores y los vencidos de la competencia sean en conjunto los mismos en el antiguo y en el nuevo sistema, «la manera en que [las desigualdades] son producidas se ha transformado radicalmente. […] Esta mutación es decisiva, en la medida en que ha alterado la experiencia escolar de los alumnos, de los docentes y […] de las familias» (p. 24). Así, para los que padecen el fracaso escolar o conocen un menor éxito en el ámbito educativo, el sistema escolar provoca desestructuración, frustración y enfado.

En Francia, la crítica a la escuela moviliza el imaginario, la memoria y la nostalgia de la escuela republicana que «ha construido la nación moderna y promovido la fe en el progreso y la razón, la que ha emancipado a los individuos» (p. 25). Dicha escuela ha igualmente permitido a los alumnos merecedores provenientes de entornos populares el «elevarse en la cultura y en la sociedad» (p. 25):

La vocación de esta escuela era, ante todo, instaurar la República, instalarla en la mente y en el corazón de los ciudadanos en lugar o al lado de la religión en un periodo donde la Iglesia se oponía a la República (p.25).

En este sentido, la escuela de Jules Ferry llevaba consigo un proyecto nacional y universalista. Para los autores, la fuerza y la grandeza de la escuela republicana proviene del hecho de que «ha sido [concebida] como una institución [que combate] la influencia de la Iglesia, pero [que es] de la misma naturaleza que ella. Como su rival, se apoyaba en unos principios [considerados] como sagrados: la nación, la razón, el progreso, la gran cultura» (p. 26). Por lo cual

la escuela republicana debía formar unos ciudadanos de la misma manera que la Iglesia formaba unos creyentes; la sumisión a una disciplina debía liberar al sujeto y convertirlo progresivamente en autónomo, por la fe en un caso, por la razón en el otro. Por último, como la Iglesia, la escuela de la República era un santuario protegido de los desórdenes y de las pasiones del mundo [exterior] (pp. 26-27).

No obstante, al tiempo que promovía un ideal universalista, «estaba profundamente dividida en función [del género] y de las clases sociales» (p. 27). Además de separar a los chicos y las chicas hasta los años sesenta, «las clases populares y la burguesía tenían cada uno su escuela» (p. 27). En esa época, ni el movimiento obrero ni los partidos de izquierdas cuestionaban la escuela y no esperaban de ella ningún cambio del orden social, ya que ese rol incumbía a los sindicatos, a las formaciones políticas y a los movimientos revolucionarios. Además de instruir al pueblo y de formar a los ciudadanos, la escuela republicana tenía como objetivo seleccionar a los empleados, funcionarios y profesionales que necesitaban las Administraciones públicas y las empresas privadas. Así, permitía cierta movilidad social ascendente gracias al elitismo republicano. Ese elitismo republicano, sin embargo, no era sinónimo de igualdad de oportunidades, dado que se basaba en la selección precoz de los alumnos (p. 28): «Solamente los alumnos que parecían estar excepcionalmente dotados podían escapar a su destino» (p. 29).

El éxito de la escuela republicana [se medía] por la tasa de escolarización [en primaria] y por la tasa de alfabetización, criterios de integración social perfectamente compatibles con una sociedad de clases separadas por barreras (p. 30).

En cuanto a la masificación escolar, si entre 1900 y 1960 la tasa de bachilleres de una clase de edad pasó del 2% al 11%, se aproxima hoy en día al 80% (p.30). «El número de estudiantes ha sido multiplicado por ocho desde 1960» (p. 30). Aunque esta masificación sigue siendo muy desigualitaria, ha abierto mecánicamente las puertas de la enseñanza secundaria y superior a los jóvenes provenientes de las categorías sociales desfavorecidas: en la actualidad, «más del 40 % de los hijos de obreros o empleados acceden a la enseñanza superior» (pp. 30-31). A la vez, «las chicas son las grandes ganadoras de la masificación: el 50 % de ellas [salen del sistema educativo] con un diploma [universitario] en el bolsillo» (p. 31).

La primera ola de masificación escolar se produjo a partir de los años sesenta, no sin generar ciertas tensiones, no solo sobre los recursos a disposición de los centros, «sino también sobre la naturaleza del proceso iniciado» (p. 34). En efecto, ese periodo se valora positivamente, por una parte, porque, «a pesar de la apertura del liceo y de la universidad, [la selección sigue] siendo efectiva» y, por otra parte, porque, «en los años de crecimiento, la demanda de empleos cualificados es superior a la producción de diplomas» (p. 34). En la segunda ola de masificación, la proporción de titulados de bachillerato aumenta de forma notable. En pocas décadas, «el modo de producción de las desigualdades se ha transformado radicalmente, las etapas selectivas se han desplazado al final del colegio, al liceo [e incluso a la universidad]» (p. 36).

A lo largo de ese largo periodo, el ideal de igualdad de oportunidades meritocrático se ha impuesto como una evidencia y un horizonte insuperable […]. Por lo cual se espera de la escuela democrática de masas que ponga en marcha una competencia equitativa, capaz de anular los efectos de las desigualdades sociales para hacer emerger un puro mérito sobre el cual podrían [fundamentarse] unas desigualdades justas (p. 37).

Dado que la escuela de masas acoge a todos los alumnos, «los [selecciona] según un proceso de destilación continua [y] de refinamiento, en función de los resultados, de las [secciones y] de las optativas, a lo largo de las trayectorias escolares» (p. 38). Mientras que las desigualdades estaban inscritas desde el inicio en la escuela republicana, cuyos sistemas estaban separados, «están hoy en día producidas por la agregación de pequeñas desigualdades que se refuerzan a lo largo de las trayectorias y de las pruebas escolares» (p. 39).

Por una parte, la producción de desigualdades se lleva a cabo esencialmente en el seno del sistema educativo, puesto que se considera oportuno escolarizar a los alumnos el mayor tiempo posible. En este sentido, cierta «homogeneización de las trayectorias escolares no borra las desigualdades de resultado y unas desigualdades inicialmente relativamente moderadas tendrán grandes consecuencias cuando se acumularán y se amplificarán a lo largo de las pruebas de selección y de orientación» (p. 39). Dicho de otro modo, «alargando los estudios se multiplican las puestas a prueba de la igualdad y, por lo tanto, las desigualdades que resultan de ellas, y el mecanismo de destilación escolar [incrementa] inexorablemente las desigualdades» (p. 39).

Por otra parte, impera el mecanismo de jerarquización y de fraccionamiento infinito del sistema educativo. Como los que no han superado las pruebas no son excluidos del sistema educativo, «son orientados a lo largo de un sistema definido por los niveles de fracaso relativos. En ese caso, todas las diferencias se convierten en desigualdades» (p. 40).

Todos los alumnos entran en el mismo sistema educativo, por lo que «cada uno se compara [con el que tiene más cerca] en función de [la sección], del centro [o] de la universidad, porque es donde se juegan a diario las desigualdades decisivas» (p. 42). La escuela democrática de masas parece injusta porque las desigualdades se construyen en su seno. «Al término de la destilación continua a lo largo de las trayectorias, se multiplican las escalas de comparación y las desigualdades [relacionadas]: el [género], el origen social, el origen cultural, el lugar de residencia, los centros frecuentados, los niveles de información» (p. 43), por lo cual, subrayan los sociólogos galos, «entramos en un régimen de desigualdades múltiples en el cual las diversas dimensiones de las desigualdades tienden a separarse, distinguirse y confrontarse en cada individuo que se siente desigual» (p. 44).

Si la producción y la reproducción de las desigualdades sociales por medio de las desigualdades escolares se pueden percibir como «un conjunto de procesos que escapan a las intenciones de los actores», la escuela también es susceptible de discriminar a los alumnos «en función de representaciones y de estereotipos claramente más intencionales» (p. 50). La cuestión de las discriminaciones adquiere una relevancia creciente a medida que la adhesión a la igualdad de oportunidades crece: «Las discriminaciones se basan en un tratamiento a priori desigualitario de los individuos en función de características identitarias [consideradas como] naturales, [como] el sexo y los orígenes culturales [o] étnicos» (p.50).

Así, a primera vista, las chicas no parecen estar discriminadas en el sistema educativo actual, ya que superan a los chicos en lo que se refiere a la obtención del bachillerato: «Las chicas realizan unos estudios más largos que los chicos, acceden a formaciones donde eran [anteriormente] minoritarias y a veces, como en medicina y en derecho, son mayoritarias» (p. 51). De manera general, las chicas tienen mejores resultados que los chicos, excepto en las materias científicas. Gracias a ello, en medio siglo, «la tasa de mujeres asalariadas se ha elevado [notablemente], entre otros, en los empleos cualificados y, a menudo, en unos sectores hasta entonces reservados a los [hombres]» (p. 51). Sin embargo, el sistema educativo se caracteriza por «la superioridad de las chicas y la dominación de los chicos» (p. 51). De hecho, ambos sexos no eligen las mismas formaciones en las enseñanzas secundarias y universitarias. Asimismo, «las formaciones feminizadas conducen hacia empleos peor remunerados, más orientados hacia las personas y los servicios […]. Incluso con resultados escolares superiores, las chicas eligen formaciones menos rentables que las de los chicos» (p. 52).

Si la escuela es menos reproductiva que la sociedad, las divisiones de género siguen siendo fuertes en la vida adulta, lo que hace que, para ellas, los beneficios de la masificación escolar se hallen relativizados (p. 53).

En general, los análisis en términos de reproducción y de discriminación se basan en medias estadísticas: «Las medias tienen la ventaja de poner de manifiesto [unas tendencias de fondo] y de fundamentar las críticas. En cambio, las medias conducen a olvidar la distribución de los individuos en torno a [ellas]» (pp. 55-56). Una serie de factores más específicos explica la distribución de los individuos en torno a las medias: «Conviene mirar de cerca las condiciones de la educación familiar que pueden variar sensiblemente en el seno de la misma categoría social en función de la historia de las familias, de sus ambiciones, de su relación con el saber, de los estilos educativos», etc. Es preciso observar con más atención lo que acontece fuera de la escuela, pero también dentro de ella, y la manera en que se construyen las trayectorias escolares (p. 56).

Por ejemplo, existe un efecto-profesor que puede ser decisivo para ciertos alumnos provenientes de entornos desfavorecidos. Asimismo, las maneras de agrupar a los alumnos desempeñan un papel esencial en las trayectorias escolares (p. 59). Aunque ninguno de estos efectos explica, por sí solo, las desigualdades escolares, la acumulación de estos pequeños efectos acaba teniendo grandes consecuencias cuando van en la misma dirección y perduran en el tiempo (p. 60).

Por más que la ley de la reproducción se de en todas las naciones,

las comparaciones internacionales muestran que el rigor de esta ley varía muy sensiblemente en función de las sociedades. En ciertos países, la amplitud de las desigualdades escolares es más grande que la de las desigualdades sociales que, a priori, las determinan; en otros, al contrario, la amplitud de las desigualdades escolares es más débil que la de las desigualdades sociales. Así, ciertos sistemas educativos acentúan la reproducción social, mientras que otros la reducen (p. 61).

En este sentido, la escuela no es un receptáculo pasivo e impotente de las desigualdades sociales, sino que tiene acción propia.

En el caso francés, «las desigualdades escolares son de mayor amplitud que las desigualdades sociales, por lo cual la escuela amplifica las desigualdades» (p. 62). Entre los Estados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) que participan en el Informe PISA, Francia fue en 2018 uno de los países «donde el vínculo entre el origen social de los alumnos y sus resultados escolares en el [ámbito] de la escritura es el más fuerte […] y las desigualdades sociales no son menores en matemáticas» (p. 63). Al contrario, una serie de factores propicia la igualdad escolar:

la existencia de una escolarización común hasta los 16 años, un sistema pilotado por el [ministerio] pero [que confiere] cierta autonomía a los equipos educativos, una formación profesional eficaz de los docentes, una tasa reducida de [repetición de curso], una escasa segregación social y escolar entre los centros (p. 64).

Los autores señalan que «la escuela francesa es demasiado desigualitaria por razones históricas y culturales. Conviene recordar el peso de una tradición revolucionaria y, sobre todo, imperial que confía a la escuela el deber de seleccionar a las élites de la cultura y de la inteligencia. […] La escuela francesa se distingue por el hecho de que la producción de [las élites] determina todo el sistema» (p. 64).

A esta característica, se debe añadir «la fuerte [incidencia] de los diplomas sobre el acceso al empleo, las carreras [profesionales] y las remuneraciones» (p. 65). Cuando la incidencia de los títulos académicos es elevada, la competencia escolar se endurece y las desigualdades escolares que resultan de ellas son fuertes: «Las críticas del elitismo y los múltiples dispositivos que intentan atenuar el rigor se inscriben perfectamente en el ideal de igualdad de oportunidades meritocrática, en la medida en que la mirada sigue estando fijada en las élites» (p. 67). Por lo tanto, en Francia, «la crítica del elitismo sigue siendo elitista» (p. 67).

Puesto que, en la escuela republicana, dividida en clases sociales, «la reproducción se hacía de manera […] natural, […] con la masificación y el incremento de la competencia que implica para la obtención de los títulos más prestigiosos y rentables, se necesita más [esfuerzo] para [distinguirse]» (p. 69). Los padres deben actuar y movilizarse para incrementar las posibilidades de éxito de sus hijos. Las familias, sobre todo las dotadas desde el punto de vista socioeconómico y escolar, recurren a diversas estrategias para alcanzar sus fines, como la elección de un centro reputado o de optativas selectivas, o incluso el cambio de domicilio, para beneficiarse de la carta escolar, las clases particulares, etc. (p. 70). Al fin y al cabo, «las elecciones de las familias acentúan las desigualdades escolares, puesto que los mejores centros atraen a los mejores alumnos, que son igualmente los más favorecidos» (p. 71). No obstante, poco a poco, esta actitud deja de ser el monopolio de las clases favorecidas.

La preferencia práctica por la desigualdad genera «una defensa descarnada de las estructuras desigualitarias de un sistema escolar que aventaja a los más favorecidos» (p. 73). Esta resistencia a la igualdad se despliega «en nombre de la defensa de la cultura y del nivel, de aquella de la nación cuyo destino estaría vinculado a la calidad de las élites» (p. 73).

Si, en la escuela republicana, la de los destinos colectivos, las desigualdades escolares se vivían ante todo como injusticias sociales, dado que eran una prueba colectiva que preservaba la dignidad personal, «en la escuela democrática de masas, dominada por el ideal de igualdad de oportunidades meritocrática, las desigualdades son unas pruebas personales en las cuales cada uno mide su propio valor. Así, cada uno se siente despreciado o amenazado de ser despreciado [en función] de sus resultados escolares» (p. 74). Las investigaciones llevadas a cabo tanto en Francia como a nivel internacional muestran que el estilo pedagógico francés acentúa la dureza de esta máquina de selección:

La tradición escolar francesa es la de la escuela del saber, centrada en la lección y su restitución. […] La escuela del saber está asociada a un gran pesimismo de los alumnos que no se sienten nunca a la altura de las expectativas de la institución (p. 76).

La masificación ha sido positiva para la sociedad, pero desastrosa para quienes han fracasado. Esta paradoja tiene tres consecuencias fundamentales. En primer lugar, genera una decepción, puesto que «la promesa de una mayor justicia escolar no se ha cumplido, aunque las desigualdades de acceso al liceo y a la enseñanza superior se hayan sensiblemente reducido» (p. 77). En segundo lugar, «la transformación del modo de producción de las desigualdades [afecta a] la experiencia escolar de los alumnos y de los docentes» (p. 78): aunque la escuela sea menos injusta, es más cruel para cada uno. En tercer lugar, «la formación de la escuela democrática de masas plantea un problema político, el de la reforma continua, agotadora [e] inacabada del sistema» (p. 78).

En el segundo capítulo, titulado «¿Unos diplomas útiles para todos y cada uno?», Dubet y Duru-Bellat subrayan que la OCDE ha promovido políticas de desarrollo de la enseñanza superior partiendo de la premisa de que la elevación del capital humano favorece el advenimiento de una economía del conocimiento. Existe la convicción de que «la escuela nos salvará, dado que los empleos de mañana, [garantes] de nuestra prosperidad, [exigirán mayores] competencias y, por lo tanto, [mayor] educación». Por lo cual, «el sistema educativo debería imperativamente anticipar estos nuevos empleos y la mejor manera de prepararse para la vida profesional [consistiría en] permanecer en la escuela lo más tiempo posible» (p. 84). En esta concepción instrumental de la educación, «los saberes académicos importan menos que las competencias debidamente certificadas. La educación así promovida está, ante todo, al servicio de las estrategias individuales» (p. 84).

Los economistas insisten sobre las múltiples externalidades positivas de la educación subrayando que «el nivel educativo de un individuo afecta de forma favorable, no solo a su propia productividad, sino [también] la de los demás» (p. 85). Esta elevación del capital humano fomentada por los organismos internacionales, y revelada en Francia por numerosos informes oficiales y think thanks, ha tenido lugar, dado que la tasa de titulares de bachillerato ha crecido notablemente a lo largo del siglo XX: el número de estudiantes universitarios se ha multiplicado por ocho en los últimos cincuenta años y alrededor del 45% de los jóvenes se integran en la vida activa con un título universitario.

Los economistas que han estudiado los efectos consecuencias de la educación sobre la sociedad y su economía se han focalizado mayoritariamente en las relaciones entre la educación y el crecimiento. Los efectos positivos son reales, puesto que «el crecimiento económico es superior cuando el país está más instruido» (p. 86), y se ponen de manifiesto cuando se comparan los países ricos con los países pobres, pero se vuelven más imperceptibles cuando se comparan los países ricos entre ellos. De hecho, entre estas naciones, el impacto es más incierto, ya que «la inversión educativa de los países [citados] no está siempre en sintonía con su dinamismo económico» (p. 87). Así,

a partir de cierto umbral de desarrollo de los sistemas educativos, cuando la práctica totalidad de la población está dotada de un nivel suficientemente elevado […], son ante todo los contenidos de la formación [los] que importan, según sean susceptibles de ser rentabilizados en términos de innovación o de crecimiento económico (p. 87).

Además, «los efectos potenciales de la educación en el crecimiento y la eficacia económica están […] condicionados por las modalidades entre la formación y el empleo» (pp. 87-88). Algunos economistas estiman que, a medio plazo, «los flujos educativos producirán una transformación de las estructuras de calificaciones» (p. 88). Esta capacidad de los diplomados de transformar los empleos a los que acceden está condicionada por «las formas que toma la elevación del nivel, en particular por las especialidades en las cuales se producen» (p. 88). No obstante, con el transcurso del tiempo, los economistas «empiezan a cuestionar la propia noción de economía del conocimiento o, al menos, la estrategia de Lisboa» (p. 90). Estos autores consideran conveniente renunciar a la idea según la cual el capital humano de un país es un vector automático de su prosperidad y de su crecimiento.

Para superar lo que sigue siendo una correlación global, que no implica necesariamente una relación causal, es preciso pasar del plano de las sociedades al de las personas para poder así criticar la teoría del capital humano. De hecho, en varios estudios se demuestra que la personalidad o la posición jerárquica influyen más en la determinación del salario que el grado de formación. A su vez, «cerca de la mitad de los empleos son oficios donde el vínculo formación/empleo es débil», mientras que alrededor de un tercio de los trabajos exigen unas competencias elevadas, pero poco específicas a una sola formación (p. 97). Esto no significa que la inversión en educación no sea rentable a título individual, sino todo lo contrario. A mayor calificación, mayor inserción laboral, mayor estabilidad y mayor salario.

Hoy en día, lo global importa más que la especialidad y las contrataciones se ajustan a la oferta que se presenta. «Si esa oferta está diplomada, se contratará a jóvenes más diplomados, pero para unos puestos y unos salarios idénticos a lo que se hacía [anteriormente] sobre la base de un perfil de jóvenes menos diplomados» (p. 98). La discordancia entre calificaciones y puestos ocupados causa una devaluación de los diplomas, es decir, una pérdida de rentabilidad profesional de los títulos académicos.

En este contexto de auge del empleo precario, del que los que poseen menos títulos son las primeras víctimas, «el diploma [refuerza] su rol protector, incluso si su rentabilidad financiera [disminuye]» (pp. 103-104). De hecho, los diplomados tienden a llenar plazas anteriormente ocupadas por personas menos cualificadas. «Globalmente, en términos de profesiones, la comparación entre los jóvenes diplomados de 1992 y aquellos de 2010 hace aparecer […] una desclasificación», sabiendo que no es un fenómeno marginal (p. 105). Solamente los diplomados de las escuelas de ingeniería o de comercio «no ven su nivel de desclasificación aumentar, mientras que el incremento de la desclasificación afecta a los diplomados universitarios del mismo nivel» (p. 106). Este proceso puede dar pie a fenómenos de sustitución entre diplomados:

La situación de los empleos de la función pública es muy emblemática de ese desplazamiento. […] Es especialmente cierto en la función pública territorial con un 89 % de desclasificación entre los jóvenes contratados como funcionarios y un 70 % entre los no titulados (p. 107).

Se suele explicar esta desclasificación por «un desequilibrio entre flujos de empleos y flujos de [personas formadas]. Esto provocaría una modificación de las relaciones de competencia para el acceso a los nuevos empleos» (p. 107). Asimismo, la orientación de los jóvenes cada vez más formados hacia empleos cualificados refleja «unas exigencias más elevadas de los [empleadores], debidas especialmente al progreso técnico» (p. 108). A todo ello, se añade «una modificación progresiva de las normas de cualificación inducidas […] por el hecho de que los empleadores hacen frente a unos jóvenes mucho más numerosos a unos niveles formales elevados de cualificación» (pp. 108-109). De manera general, «la norma de contratación para un empleo dado tiende a alinearse sobre el perfil mayoritario de los candidatos. Esto vale, no solamente para los empleadores, sino también para los propios candidatos» (p. 110).

A este respecto, los sociólogos galos observan que

la masificación ha incrementado la igualdad de oportunidades escolares para las generaciones nacidas tras 1945 y ha resultado de ello [un ligero retroceso] de la reproducción social, hasta las cohortes 1965-1973. La elevación del nivel de instrucción ha incuestionablemente favorecido la movilidad [social] de las mujeres […]. Ha progresado, mientras que la de los hombres se ha mantenido prácticamente estable (p.117).

En otras palabras, «la transmisión de las desigualdades sociales se ha reducido hasta [el inicio] de los años 1990, y [tiende a estabilizarse] desde entonces, mientras que las desigualdades de acceso al estatus de cuadro siguen todavía muy pronunciadas» (p. 117).

No en vano, la elevación del nivel educativo no ha conocido ninguna pausa notable desde hace treinta años: «Lo que ha cambiado es la evolución de la estructura del empleo entre las generaciones» (p. 117). Hoy en día, «la estructura del empleo, al menos para los hombres, es cada vez más próxima a la de sus padres, y la movilidad estructural que había dominado el panorama se ha atenuado» (p. 118). Por lo cual, la meritocracia se reserva sobre todo «a los niveles de educación elevados [y] a los [entornos] favorecidos» (p. 121). Los padres de estos entornos, «especialmente sensibles a la amenaza [que representa] para sus hijos la masificación escolar y la inflación de diplomas, movilizan con vigor unas estrategias variadas para intentar conjurarla» (pp. 121-122).

La inadecuación relativa entre títulos académicos y empleos ocupados genera cierta desilusión e incluso sufrimiento, especialmente en las clases populares que habían creído poder escapar a la condición obrera gracias a la continuación de sus estudios (pp. 124-125). Sucede algo parecido con los hijos de inmigrantes. Además, la prolongación de la escolaridad ha incrementado en estos entornos sociales la distancia entre padres e hijos, contribuyendo a desvalorizar el mundo obrero. «Entre los jóvenes pertenecientes a la clase media, la ambivalencia domina entre aquellos que pasan varios años en la universidad»: saben que los estudios son útiles, pero dudan de sus salidas concretas. En conclusión, «estamos ante expectativas decepcionadas, desilusiones multiformes [y] un despilfarro de recursos humanos» (p. 133). Lo cierto es que «los vínculos entre la masificación, el crecimiento y la prosperidad económica no [están averiguadas]» (p. 133). En definitiva, aunque la masificación escolar posee numerosas virtudes, tiene un efecto perverso, no deseado ni anticipado: «acentúa la estigmatización de los no-diplomados [y contribuye] al incremento de las desigualdades de trayectoria de inserción profesional entre los más diplomados» (p. 134).

En el tercer capítulo, sobriamente titulado «La escuela y la democracia», los autores constatan que «la escuela no dispensa solamente unos conocimientos, diplomas y competencias, [sino que debe además] educar, inculcar unos valores y unas representaciones comunes, e incluso unos sentimientos compartidos, más allá de las singularidades y de las desigualdades sociales y culturales» (p. 139). Si la escuela republicana deseaba crear ciudadanos autónomos, solidarios, apegados a la nación y a la razón, la escuela democrática también desea fabricar ciudadanos virtuosos, pero quiere igualmente «producir unos individuos singulares, unas democracias tolerantes, preocupadas por los demás y sus libertades personales, deseosos y capaces de participar en la vida colectiva» (p. 139). A pesar de ello, «unos movimientos populistas autoritarios se desarrollan, los nacionalismos se endurecen, la confianza en la ciencia y el progreso se debilita, al tiempo que numerosos ciudadanos se adhieren a los fake news y los demagogos invaden la escena [pública]» (pp. 139-140).

Al contrario, «el análisis de los valores a largo plazo indica que el liberalismo cultural no ha dejado de progresar en todas las generaciones. Somos más tolerantes hacia las minorías sexuales y culturales, más favorables a la igualdad [de género] y, de manera general, a todo lo que favorece la autonomía de los individuos» (p. 140). Lo cierto es que la dificultad de la escuela para resistir a los demonios que atormentan a las sociedades democráticas se explica por «el declive de las capacidades educativas de la escuela enfrentada, hoy en día, al mundo de las pantallas y de las redes a los que los jóvenes dedican a menudo más tiempo que a los aprendizajes escolares» (p. 140). El sistema educativo está atrapado en la misma crisis de confianza y de legitimidad que «las élites políticas y los medios [de comunicación] tradicionales» (p. 140). A pesar de ello, «el nivel de instrucción juega un rol determinante en la adhesión a los valores democráticos y en la confianza en la ciencia y las instituciones» (p. 141).

Con la masificación, se ha supuesto que los alumnos adquirirían una mayor cultura general y se adherirían a los valores de la democracia y de la razón hasta convertirse en «unos ciudadanos y unos individuos más abiertos, más activos, mejor informados, más autónomos y más profundamente apegados a las virtudes cardinales de las instituciones democráticas» (p. 142). Esta creencia se apoya en la idea de que «la escuela educa al tiempo que instruye» (p. 142). No en vano «el marco de la socialización ha cambiado profundamente» y todo sucede como si la masificación escolar se enfrentara, hoy en día, al declive de la influencia educativa de la escuela (p. 142). En otros términos: «mientras que la escolaridad se alarga, la capacidad de la escuela de transmitir los valores centrales de la democracia y del progreso se enfrenta a una profunda transformación de la experiencia juvenil y de los procesos de socialización» (p. 142).

Al largo proceso de entrada de la adolescencia y la juventud en el santuario educativo, «se añade, desde hace varios años, la extensión del espacio de socialización y de información totalmente extraño al mundo escolar» (p. 144). En la actualidad, «los jóvenes disponen de un nuevo espacio de socialización sobre el cual la escuela no ejerce ningún control. Es el mundo de las pantallas y de las redes digitales a las cuales acceden todos, puesto que todos los jóvenes poseen un smartphone» (p. 144). Dicho de otra forma, «aunque la lección de instrucción cívica consagrada a los valores de la República y de la laicidad no es […] inútil, se enfrenta […] a otras lecciones de instrucción cívica, la de las pantallas y de las redes» (p. 145). La mutación tecnológica transforma de raíz la socialización juvenil; con las pantallas se ha desplegado un espacio que escapa, en gran parte, al control de las familias y de la escuela:

En ese marco, la palabra del [docente] se enfrenta siempre a otros mensajes que […] debilitan su autoridad. Más precisamente, reducen su autoridad a su función instrumental (p. 146).

De los diferentes estudios llevados a cabo, se desprende que «la escuela no enseña todo lo que se necesita en la vida cotidiana, que requiere numerosos saberes o competencias técnicas, relacionales o emocionales. […] Enseñan también que todos los saberes que la escuela inculca o intenta inculcar no son útiles» (p. 152). Por lo cual

no sería suficiente con elevar el nivel formal de instrucción para que los adultos estén significativamente más cómodos ante las exigencias de la vida cotidiana. Si la elevación del nivel de formación de los adultos se traduce […] por una elevación de las competencias medias, no se puede apostar por un auge que seguirá fielmente la de los niveles formales (p. 153).

Así pues, sería necesario preguntarse si es pertinente, o al menos prioritario, «hacer adquirir cada vez más conocimientos abstractos y unos diplomas cada vez más elevados, mientras que, en el mundo laboral y, más ampliamente, en la vida cotidiana, unas actitudes y unas competencias más informales […] están requeridas en mayor medida, y lo serán cada vez más» (p. 155).

A su vez, se esperaba que la democratización escolar conllevaría una democratización de la cultura culta, «cultura legítima definida por las prácticas de la élite escolar. […] El auge del nivel de instrucción formal de la población debía [modificar en profundidad] las grandes tendencias del consumo cultural» (p. 157). Con todo, la realidad es bien diferente, ya que «las prácticas culturales de los adultos siguen, como los saberes, el nivel de instrucción. Es el caso, por ejemplo, de la relación con la televisión» (p. 157). En efecto, a pesar del mayor grado de instrucción, el consumo de teatro, museos y conciertos de música clásica declina regularmente. Asimismo, la elevación del nivel formativo no consigue acabar con el descenso tendencial de la lectura (p. 158).

Las nuevas generaciones son el motor de estas evoluciones como consecuencia de «su compromiso masivo con esta cultura de las pantallas y de las posibilidades ofrecidas por lo digital: estos nativos digitales redefinen lo que estaba hasta entonces labelizado como cultura por las instituciones escolares y culturales» (p. 159). Este efecto generacional se acompaña de cierta uniformización respecto a las divisiones de clase. «Además de una [cierta mezcla] del impacto del origen social, se observa una difusión de los gustos y de las prácticas hasta entonces [considerados] como populares» (p. 159). Esta mezcla de géneros culturales y divisiones sociales es más marcada entre los jóvenes, por lo cual se ha creado un abismo entre la cultura transmitida por la escuela y sus destinatarios.

La masificación escolar se da en paralelo a la progresión de los valores liberales desde un punto de vista cultural, aunque esto no significa que sea su causa. En efecto, los ciudadanos galos están cada vez más apegados a «la autonomía de los individuos que deben poder llevar su vida según sus aspiraciones, gustos y valores personales» (p. 161). Esta evolución se debe, en parte, a la masificación escolar, en la medida en que los jóvenes escolarizados durante un largo periodo son más liberales culturalmente que la media. Bien es cierto que los valores posmodernos se extienden en toda la sociedad, de modo que el liberalismo cultural representa una evolución general de las costumbres y de los valores (p. 163).

Otra manera de abordar la cuestión de los efectos de la educación sobre las representaciones de la vida social es «intentar saber si la masificación incrementa la confianza que tenemos en los demás y en las instituciones» (p. 167). De acuerdo con los resultados de los estudios llevados a cabo, generalmente las personas más formadas confían en los demás y en las instituciones en mayor proporción. Pero, como país, Francia se distingue por un escaso nivel de confianza. En realidad, ni la confianza ni la desconfianza resultan de la amplitud de las desigualdades sociales. Asimismo, los sondeos publicados en las últimas décadas no permiten establecer «un vínculo, positivo o negativo, entre el nivel de confianza medio de una sociedad y la masificación escolar. La ampliación de la educación no ha surtido efecto en la confianza global» (p. 169).

En cambio, «el nivel educativo [repercute] positivamente [en] el nivel de confianza de los individuos: los más educados, los vencedores de la competencia escolar, confían más que los menos [instruidos], sea en los demás, sea en las instituciones, sea en el sistema político» (p. 169). La educación incide igualmente de forma favorable en la confianza en la ciencia. En cuanto a la confianza en uno mismo, es netamente inferior en Francia que en otros países. Ello se debe a la cultura del sistema educativo galo, basad en la verticalidad, que se caracteriza por la escasa integración en la escuela y la autoestima limitada, la subordinación y la pasividad de los alumnos (p. 171).

La meritocracia escolar parece imponerse como una evidencia, «como una manera justa de producir desigualdades» (p. 173). Incluso si la definición del mérito sigue siendo incierta, este constituye, «en unas sociedades que afirman la igualdad y la libertad fundamental de todos, una manera cómoda de justificar las desigualdades» (p. 173). En otros términos, «la ideología meritocrática nos hace percibir el diploma como [el reflejo del] valor de las personas que justifica el lugar que ocupan» (p. 174). Los alumnos interiorizan esa ideología a lo largo de su escolaridad:

Para los niños, el juicio escolar [impuesto] por un adulto dotado de un poder y de un prestigio es percibido como diciendo la verdad […]: afecta la mirada que el niño tiene sobre sí mismo y sobre sus competencias. Cualquier valoración crítica […] que desvaloriza tiende a bajar su autoestima (p. 175).

El funcionamiento ordinario de la escuela puede inhibir a los alumnos, que «dejan de sentirse capaces de aprender e incluso [puede] engendrar unos estados depresivos entre los más frágiles» (p. 175). De hecho, «la experiencia escolar imprime las personalidades para lo peor y para lo mejor» (p. 176).

En general, el principio del mérito es objeto de un amplio consenso, ya que el 85% de los ciudadanos está a su favor. En cambio, «un cierto escepticismo aparece cuando se les pide si la meritocracia es efectiva, si las personas están efectivamente recompensadas por sus esfuerzos y sus capacidades» (p. 178). Por lo tanto, aunque la manera en que se accede a la élite en Francia, en particular la importancia concedida a los concursos, «propicia la creencia en la meritocracia y la interiorización de la norma» (p. 179), una mayoría de ciudadanos estima que se les concede un valor excesivo a los títulos académicos (p. 180). Sin embargo, esto no significa que el propio principio de mérito esté invalidado. En cualquier caso, «la suspicacia se instala sobre la realidad de la meritocracia, lo que alimenta una crítica social particularmente viva en Francia» (p. 181). En concreto, lo que distingue a los ciudadanos franceses «es su fuerte crítica de la meritocracia escolar tal como está sancionada por el diploma» (p. 182).

En cuanto a los principios generales, «los jóvenes están tan apegados a la democracia como los adultos; se adhieren casi unánimemente a la idea de que los regímenes democráticos son los mejores o los menos malos» (p. 186). Al igual que los adultos, «la participación electoral de los jóvenes disminuye desde los años 1980. El abstencionismo y el voto intermitente se extienden tanto en Francia como en la mayoría de los países comparables» (p. 186). Desde ese punto de vista, «la masificación escolar no ha frenado el lento estrechamiento de la ciudadanía activa» (p. 186).

El escaso interés político y la menor participación electoral de los jóvenes se explican ampliamente por «la lógica de la moratoria juvenil. […] Los jóvenes se informan y votan de manera progresiva antes de estabilizar sus [preferencias] en función de las actitudes políticas familiares, de las opiniones de sus compañeros de escuela y de trabajo, y de las informaciones [obtenidas]» (p. 187). En materia de interés por la política, «el factor más discriminante sigue siendo el nivel educativo, [lo cual] es especialmente cierto entre los jóvenes. […] No solamente los jóvenes más diplomados votan más que los menos diplomados, […] sino que son más tolerantes, más abiertos y se interesan más por la vida política» (p. 187).

A su vez, el voto de las mujeres se «eleva regularmente a medida que las mujeres están más diplomadas, [son] más activas y, por lo tanto, más autónomas. No solamente las mujeres votan más que los hombres, sino que votan un poco más a la izquierda» (pp. 186-187). En este sentido, «las mujeres parecen ser las grandes ganadoras de la masificación escolar» (p. 187).

Si las nuevas generaciones «votan tendencialmente menos que los más [veteranos], los más diplomados, los que han ido al término de sus estudios superiores, votan más que los demás ciudadanos» (p. 192). Además, en la gran mayoría de los casos, «los candidatos y los vencedores de las elecciones están mucho más diplomados que sus electores» (p. 192). No es sorprendente, dado que, a partir del momento en que «los vencedores de la selección escolar tienen un mayor interés por la política, están mejor informados, mejor [ubicados] para percibir los retos de los debates y discernir sus propios intereses, y, globalmente, se sienten más competentes» (p. 192). Por lo tanto, están «más presentes y más comprometidos en los partidos y los movimientos sociales, disponen de redes más amplias y eficaces, conocen los códigos de la vida política y de la clase dirigente» (p. 193). De hecho, una calificación escolar elevada procura una serie de disposiciones útiles:

tolerancia, apertura, pero también sentimiento de confianza en sí mismo, de eficacia y de legitimidad, altruismo y deseo de comprometerse [a favor] de unas causas sociales […]. La emergencia de un grupo de diplomados de tamaño significativo y luego la extensión de esta población de vencedores de la selección escolar […] han totalmente trastocado los marcos de la representación política (p. 193).

En las conclusiones, Dubet y Duru-Bellat recuerdan que, aunque la masificación escolar no ha cumplido todas sus promesas, ha permitido un mayor acceso al instituto y luego a la enseñanza superior, además de posibilitar una disminución progresiva de las desigualdades escolares. A su vez, «numerosas competencias se han desarrollado gracias a la masificación escolar» y se ha reforzado la adhesión a los valores democráticos (p. 207). Así, pese a que la influencia de las desigualdades escolares se ha reducido, «el fenómeno [fundamental] es el de la transformación del modo de producción de las desigualdades escolares. Proceden, [hoy en día], de una competencia escolar extendida en el seno de la escuela y de sus múltiples jerarquías» (p. 208). De manera general, la función del título se ha incrementado y ha conllevado profundas desigualdades en cuanto a su utilidad. Por último, la influencia educativa afectada por la masificación escolar «se enfrenta a las profundas mutaciones de la socialización juvenil [transformada] por el alargamiento de la juventud y por el mundo de las pantallas y de lo digital» (p. 208).

La masificación escolar, nos dicen los autores, «ha desencantado la escuela y participamos a ese juego sin mucha ilusión. En el fondo, nos adherimos a la igualdad de oportunidades meritocrática sin creer verdaderamente en ella» (p. 208). En la Francia metropolitana, «el desencanto es aún más doloroso porque pensamos que la escuela ha construido la República, la democracia, la creencia en el progreso y la emancipación» (p. 209).

Uno de los principales problemas al que se enfrenta el sistema educativo es, por lo tanto, el de las desigualdades escolares en todas sus dimensiones. Estas desigualdades «no son solamente injustas, tienen además unos efectos devastadores sobre el conjunto de la sociedad y sobre los individuos que son sus víctimas» (p. 210).

La igualdad de oportunidades meritocrática no se enfrenta solamente a la resistencia de las desigualdades sociales y culturales que le impiden realizarse en toda su pureza. Debe contar con las estrategias de los actores, de todos aquellos que están interesados en preservar sus ventajas iniciales (p. 214).

Las desigualdades escolares se ven redobladas por la desigualdad de utilidad de los diplomas «La adecuación de los diplomas y de los empleos funciona [correctamente] en la cima del sistema educativo, [mientras que], para la mayoría de los jóvenes, el diploma funciona como una señal que los sitúa en una fila de espera» (p. 216).

Al término de la lectura de L’école peut-elle sauver la démocratie?, es obvio reconocer el perfecto dominio de la cuestión que poseen dos de los mejores especialistas en sociología de la educación, no solamente en Europa sino en todo el mundo, así como la gran actualidad del tema abordado en esta época marcada por el auge de los populismos y el cuestionamiento tanto de la democracia parlamentaria como de los medios de comunicación tradicionales y de los científicos. En esta obra, intentan comprender cómo es posible asistir al fortalecimiento de estos fenómenos, a pesar de la masificación y cierta democratización de los sistemas educativos. Analizando el caso francés y comparándolo mediante datos cuantitativos y estudios cualitativos con otros sistemas educativos, ofrecen una visión pormenorizada de las mutaciones que han afectado a dichos sistemas, así como de los factores que han conducido a la situación actual.

Sin lugar a dudas, la lectura de esta obra es indispensable para comprender las complejas relaciones que mantienen la escuela y la democracia.

Eguzki URTEAGA
Universidad del País Vasco
eguzki.urteaga@ehu.eus

Bibliografía

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DUBET, F. y DURU-BELLAT, M. (2010). Les sociétés et leur école. Seuil.

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DUBET, F. y DURU-BELLAT, M. (2020). L’école peut-elle sauver la démocratie? Seuil.

DUBET, F. y DURU-BELLAT, M. (2020). L’hypocrisie scolaire. Pour un collège enfin démocratique. Seuil.

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DURU-BELLAT, M., FARGES, G. y VAN ZANTEN, A. (2018). Sociologie de l’école. Armand Colin.